
—Por favor..., ¡Dibújame un cordero!
Me despertó una vocecita chillona rechinando en mi oído derecho.
—¡Dibújame un cordero! —repitió mientras me tironeaba insistentemente de la manga de la camiseta.
Me puse de pie de un salto, como golpeado por un rayo. Me froté los ojos. Miré bien.
Allí, en mitad de la nada de la playa de Calella, al punto de la mañana, un niño pequeño me miraba fijamente.
—¡Dibújame un cordero!
—Niño, déjame en paz, vete a jugar por ahí —le respondí contrariado meneando una mano como cuando se espanta a las abejas.
—¡Dibújame un cordero! —volvió a la carga.
—Que no sé dibujar corderos.
—¡Dibújame un cordero!
—Anda, ven, trae —arranqué un cuaderno cuadriculado de su mano y saqué un bolígrafo de la mochila.
—¿Me vas a dibujar un cordero?
—Que sí, que te voy a dibujar un cordero —espeté (bueno, como estaba en Calella, espetec).
Tomé el bolígrafo y en cuatro trazos dibujé algo parecido a un cordero.
—Ah, no —dijo el niño arrugando la nariz—, ese cordero está muy enfermo, dibújame otro cordero.
Le dibujé un segundo cordero.
—No, eso no es un cordero —dijo el niño ladeando la cabeza—, es un carnero ¿no ves que lleva cuernos?
—Cordero, carnero ¿no te da lo mismo?
—No, en absoluto. Yo no te pedí un carnero, te pedí que me dibujaras un cordero.
Rehíce el dibujo, tracé con mi bolígrafo un cordero, esta vez sin cuernos.
—Ah, eso sí que es un cordero, pero está muy viejo. Yo quiero un cordero mucho más joven, para que me viva muchos años.
Arranqué la hoja y me dispuse a dibujar otro cordero.
—hmmm..., no, ese cordero tiene poco pelo. Yo quiero un cordero bien forrado de pelo. Con mucho pelo.
Hice otro dibujo más.
—Ese se acerca, pero tiene los ojos muy juntos. No quiero un cordero con los ojos juntos. Los corderos tienen los ojos más separados.
Y otro.
—No, no, ese cordero tiene las orejas muy pequeñas.
Arranqué otra hoja del cuaderno y me dispuse a dibujarle algo diferente para que me dejara en paz.
—Mira, niño. Aquí tienes tu cordero.
Le dibujé una caja de cartón rectangular con tapa, con tres perforaciones en una de las caras. No era un Durero, pero creo que me quedó más que resultón.
—Aquí está mi cordero? —preguntó extrañado el niño.
—Ahí dentro está —respondí cansado.
—Está bien, me gusta.
—Me alegro mucho —sonreí—, ahora, niño, déjame, que tengo cosas que hacer.
—Oye —me dijo—, ¿como sé si el cordero que hay dentro de la caja está vivo o muerto?
—Bueno, pues... porque te lo digo yo. El cordero está vivo.
—¿Y si estuviera muerto?
—No, no, niño. El cordero está vivo.
—Oye, señor —me increpó el niño—, soy muy pequeño para entender el experimento conceptual de Schrödinger, no me vengas con corderos dentro de cajas. Dibújame un cordero, ahora fuera de la caja.
Hastiado, arranqué la hoja, hice una pelota con ella, la tiré bien lejos y le dibujé de nuevo un cordero. Esta vez mucho más detallado, con sus orejas redondeadas, sus fosas nasales, sus pestañas, sus brillos en los ojos, sus bucles de lana cubriendo todo su cuerpo y hasta la marca a fuego sobre la piel de la ganadería ovina.
—Este cordero sí que te va a gustar. Mira —le enseñé el dibujo orgulloso de mi obra.
—Ah, ese cordero sí que es un cordero. Me gusta mi cordero.
Soplé aliviado.
—Oye, señor ¿qué es esto que le sale por aquí al cordero?
—¿El qué? —pregunté interesado.
—Esto —dijo señalando muy firme.
—Ah, eso es el rabito —le respondí.
—¿El rabito? —preguntó el niño—, eso no es un rabito. Eso es una polla como una olla.
—Niño, eso es el rabito del cordero.
—¡Qué no! —gritó enrabietado— ¡Eso es una polla!
—Que no es una polla, niño —le dije intentando que se calmara—, que es el rabito del cordero.
—¡Una polla es el rabito del cordero! —chilló— ¡¡¡eso es una polla como una olla y ya está!!!
—Niño, tranquilízate —dije suplicando en bajo al niño, pues estaban llegando los primeros veraneantes de la mañana a la playa y me enpezaban a mirar raro—, lo que he dibujado es un ra-bi-to. Nada más. Pero si quieres se lo borro y ya está. ¿Se lo borro?
—¡Ni se te ocurra borrarme la polla! —gritó el niño— ¡La polla no! ¡La polla no! ¡¡¡La polla nooooo!!!
En ese momento el niño se levantó sacudiéndose a palmetazos la arena y corrió llorando como alma que lleva el diablo hasta desaparecer de mi vista. A los pocos minutos volví a escuchar cómo se acercaba la voz chillona del niño.
—¡Paaaaaaaapaaaaaaaaaaaaaaa! ¡un señor cerdo me ha dibujado una polla!
Momentos después, el niño volvía de la mano de su padre. Un hombre enorme y lleno de pelo por todo el cuerpo salvo en la cabeza.
—Ese hombre es, papá —dijo el niño señalándome con su dedito acusador.
El padre se acercó a mí a grandes zancadas, tirándome arena con los pies a la cara.
—¡Eh! ¿Qué le ha dibujado a mi niño?
—Un cordero —respondí.
—¿Un cordero? el niño dice que le ha dibujado una polla.
—No, señor, le he dibujado un cordero con rabito.
—¿Un cordero con rabito? ¿Y no tiene otra cosa que hacer que dibujar guarradas a los niños?
—Oiga —contesté—, que yo no le he dibujado ninguna guarrada, que he dibujado lo que me pedía el niño.
—¿Insinúa usted que mi niño le ha pedido que le dibujara una polla? —El padre sacó un móvil del bolsillo trasero de su bañador— Esto no se va a quedar así. Ahora mismo llamo al 091. Será cerdo.
Mal inicio para una mañana.