
sábado, 29 de noviembre de 2008
El río

domingo, 23 de noviembre de 2008
Un sueño corto (dos)

Y el cielo está azul y rosa y naranja en tonos muy brillantes.
Y la vegetación tiene mil verdes distintos perfectamente diferenciados.
Y miro mi piel y está azul y rosa y naranja.
Y respiro fuerte y huelo el aire caliente, el olor a humedad de la fruta madura y caliente, de la hierba caliente, de la tierra caliente en una tarde de verano.
El olor del agua verde: huelo la madera húmeda y seca del barco, huelo las algas que lamen el casco bajo mis pies, huelo el ruido seco y grave del motor del barco, su olor a madera húmeda y seca, su olor a aceite negro. Huelo los colores calientes y fríos como nunca los había olido. Y noto que todos los poros de mi piel se abren para recibir la buena nueva.
Y viene el camarero, «señor, le esperan para cenar, acómpáñeme, por favor». Yo lo sigo, detrás, poniendo cara de persona seria. Abre la puerta de la sala de banquetes y me hace un gesto para que pase. Y paso. Habrá que entrar.
sábado, 22 de noviembre de 2008
Un sueño corto
Sueño que me despierto. Me levanto. Hago pis. bajo a la cocina, meto una dosis en la máquina del Nespresso, que dice que tiene dispensador automático de líquido para taza grande y taza pequeña, taza grande, taza pequeña, pero nanay, hay que estar ahí, viendo cómo baja el café, dándole al botón una y otra vez para llenar la taza (otro día les hablo de mi manía con las tazas y de cómo soy capaz de abrir el lavavajillas cuando se encuentra en plena recreación de La tormenta perfecta para conseguir mi taza favorita. Quedan tres. Pues una de ellas). Si no estás ahí mirando fijo a la taza, o el café se queda corto o el café se derrama. Echo dos cucharadillitas de café mientras el café va cayendo (otro día les cuento mi manía con las cucharillas de café, que tienen que ser de esas pequeñas, no esas de postre o de café con leche, no, esas pequeñas de café solo. Si no hay cucharillas de café de esas pequeñas en el cajón del cubertero, otra vez que me veo abriendo el lavavajillas, cuando está ahí, venga dale, a todo trapo). Cojo el café y me subo al ordenador, le doy al botón para que se encienda la pantalla. Voy al baño de nuevo, me miro al espejo y ¡Santo dios! veo que me he convertido en Eduard Punset. Me miro y me remiro y veo que sí, que soy Eduard Punset. Me acerco al espejo, me alejo de él, miro de soslayo, hago el gesto de mover la mano al estilo saludo real y el reflejo me devuelve el saludo, a la vez, como hacen los espejos. No hay duda, soy Eduard Punset. Tampoco me sorprendo mucho porque estoy en mitad de un sueño y cosas más raras se han visto. Vuelvo al ordenador, escribo la dirección de mi blog, repaso por encima mi última entrada, a ver si le falta alguna coma, o le sobra. Le doy al botón de comentarios. ¡Santo dios! veo que me acaban de meter los comentarios más largos de la historia de los comentarios largos. ¿Pero es que no tienen otra cosa que hacer? me digo, poniendo las manos en alto y llevándomelas luego a la cara en un gesto de desesperación ¡Pero cómo pueden ser tan pesaos! grito. Me despierto con sudores y palpitaciones. Me intento calmar. Me levanto, voy corriendo al baño, me miro al espejo y veo que ya no soy Punset, que ya soy el de siempre. Bravo, bien, bueno, ya se pasó, me digo. Echo un vistazo por la habitación y veo que todo está normal. Normal. La cama está normal, la ropa tirada del día anterior está tirada normal. Todo está normal. Bajo a la cocina. La cocina está normal. Huele a cocina. Un poco a la basura del día anterior, un poco a cocina normal. Respiro con alivio. Cojo una dosis de café para el Nespresso. El gato pasa frotándose entre mis piernas formando una «ese» con su espina dorsal. ¡Hay dios! ¡que no tengo gato!
A la memoria de Scatman Crothers

viernes, 21 de noviembre de 2008
Traspasando el umbral
—Está muy oscuro.
Me dice.
—Está muy oscuro, no veo nada.
Me dice.
—¿Dónde te encuentras?
Le pregunto.
—No lo sé. No veo nada. Está muy oscuro.
—¿Hace frío o calor?
Le pregunto.
—Hace frío. Está muy oscuro.
Me responde.
H. es un niño rubio, de diez años, que se encuentra perdido.
—¿Sigues ahí?
Le preguntó.
—Sí.
Me responde.
—¡Ahora veo una luz!
Grita.
—¿Cómo es la luz?
Le pregunto.
—Es una luz blanca, muy brillante, pero que no hace daño a los ojos.
Me responde.
Ya está. Uno más. Todos dicen que ven una luz blanca muy brillante que no hace daño a los ojos. Si algo tienen los humanos grabado como a fuego en su ADN, es la frase «Es una luz blanca, muy brillante, pero que no hace daño a los ojos». Si pasan el umbral ya no hay vuelta atrás.
—H. ¿me oyes?
Le pregunto.
—Sí.
Me responde.
—Escucha, H., no te acerques a la luz. ¿Me oyes? no te acerques a la luz.
Le grito.
—La luz me lleva. Viene a mí.
Me responde.
—Escucha, no te acerques a la luz. Huye de la luz. ¿Me has entendido? ¡Huye de la luz!
Le grito.
—H., escucha: ¿ves una especie de cordón umblical todo pringoso y bien tirante que tiene que haber por ahí?
Le digo.
—No veo, sólo veo la luz.
Me responde.
—¡Ah, esto es!
Grita.
—H., escúchame, es muy importante. ¡Aléjate de la luz! ¡Huye de la luz!
—Sí.
Pasan unos segundos, que se me hacen horas. He perdido la conexión.
—¡Aquí está!
Grita.
—¡Bien! ¡agarra ese cordón umbilical! ¡Agárrate a él!
—¡Ya está!
Grita.
Agarro el cordón con mis dos manos y lo enrrollo en uno de mis brazos. Tiro, tiro, tiro con todas mis fuerzas. Tiro con todas mis fuerzas. Tiro con todas mis fuerzas. De entre la bruma lechosa surge una figura, primero una sombra informe, luego, la figura de H. Lo agarro con fuerza, arranco el cordón de mi brazo, lo suelto y cierro la puerta de golpe. ¡Trac!
Abrazo a H. Está tiritando de frío, con el cuerpo lleno de ese moco pegajoso que tienen por costumbre usar en el más allá para envolver a los nuevos.
Lo abrazo durante largo tiempo para que entre en calor.
Le retiro con mis dedos los mocos de la cara. Me quito la chaqueta y lo cubro con ella.
H. se limpia la nariz y me mira fijamente.
—Y... ¿ya está?
Me dice.
—¿Cómo que ya está?
Le pregunto.
—Que si ya está.
Me dice.
—¿Qué quieres pues?
Le pregunto.
–No, no, nada, nada.
Me responde.
—¿Pues qué quieres pues?
Le pregunto.
—No, no, nada, nada.
Me responde.
—No, no, oye, dime qué quieres.
Le digo.
—Hombre, pues ya que estás, que si me llevas a ver High School Musical 3.
Me dice.
—Vale, bien —le digo—, si te iba a llevar igual.
Me dice.
—Está muy oscuro, no veo nada.
Me dice.
—¿Dónde te encuentras?
Le pregunto.
—No lo sé. No veo nada. Está muy oscuro.
—¿Hace frío o calor?
Le pregunto.
—Hace frío. Está muy oscuro.
Me responde.
H. es un niño rubio, de diez años, que se encuentra perdido.
—¿Sigues ahí?
Le preguntó.
—Sí.
Me responde.
—¡Ahora veo una luz!
Grita.
—¿Cómo es la luz?
Le pregunto.
—Es una luz blanca, muy brillante, pero que no hace daño a los ojos.
Me responde.
Ya está. Uno más. Todos dicen que ven una luz blanca muy brillante que no hace daño a los ojos. Si algo tienen los humanos grabado como a fuego en su ADN, es la frase «Es una luz blanca, muy brillante, pero que no hace daño a los ojos». Si pasan el umbral ya no hay vuelta atrás.
—H. ¿me oyes?
Le pregunto.
—Sí.
Me responde.
—Escucha, H., no te acerques a la luz. ¿Me oyes? no te acerques a la luz.
Le grito.
—La luz me lleva. Viene a mí.
Me responde.
—Escucha, no te acerques a la luz. Huye de la luz. ¿Me has entendido? ¡Huye de la luz!
Le grito.
—H., escucha: ¿ves una especie de cordón umblical todo pringoso y bien tirante que tiene que haber por ahí?
Le digo.
—No veo, sólo veo la luz.
Me responde.
—¡Ah, esto es!
Grita.
—H., escúchame, es muy importante. ¡Aléjate de la luz! ¡Huye de la luz!
—Sí.
Pasan unos segundos, que se me hacen horas. He perdido la conexión.
—¡Aquí está!
Grita.
—¡Bien! ¡agarra ese cordón umbilical! ¡Agárrate a él!
—¡Ya está!
Grita.
Agarro el cordón con mis dos manos y lo enrrollo en uno de mis brazos. Tiro, tiro, tiro con todas mis fuerzas. Tiro con todas mis fuerzas. Tiro con todas mis fuerzas. De entre la bruma lechosa surge una figura, primero una sombra informe, luego, la figura de H. Lo agarro con fuerza, arranco el cordón de mi brazo, lo suelto y cierro la puerta de golpe. ¡Trac!
Abrazo a H. Está tiritando de frío, con el cuerpo lleno de ese moco pegajoso que tienen por costumbre usar en el más allá para envolver a los nuevos.
Lo abrazo durante largo tiempo para que entre en calor.
Le retiro con mis dedos los mocos de la cara. Me quito la chaqueta y lo cubro con ella.
H. se limpia la nariz y me mira fijamente.
—Y... ¿ya está?
Me dice.
—¿Cómo que ya está?
Le pregunto.
—Que si ya está.
Me dice.
—¿Qué quieres pues?
Le pregunto.
–No, no, nada, nada.
Me responde.
—¿Pues qué quieres pues?
Le pregunto.
—No, no, nada, nada.
Me responde.
—No, no, oye, dime qué quieres.
Le digo.
—Hombre, pues ya que estás, que si me llevas a ver High School Musical 3.
Me dice.
—Vale, bien —le digo—, si te iba a llevar igual.
jueves, 20 de noviembre de 2008
The Furtivos
La familia
martes, 18 de noviembre de 2008
El hombre con rayos X en los ojos se levantó una mañana

viernes, 14 de noviembre de 2008
Tabaco y mujeres

Unas señoritas vestidas de paquete de tabaco gigante durante una promoción de los cigarrillos Old Gold, año 1956, que demuestra que las cosas que nos gustan por separado a veces combinan mal si las juntamos.
jueves, 13 de noviembre de 2008
El sacrificio

domingo, 9 de noviembre de 2008
Un gran día
Hoy, 9 de noviembre, se celebra el día del Inventor en honor a Hedwig Eva Maria Kiesler, después conocida como Hedy Lamarr, la ingeniera en telecomunicaciones austríaca más guapa de todo Hollywood.
¿Que no se han preocupado por saber sobre la vida de Hedy Lamarr? no se la pierdan, es lo más grande que hay.
Apostilla televisiva: hoy jueves, 13 de noviembre, Jorge Fernández, en La ruleta de la suerte de Antena 3, ha empezado el programa recordando a Hedy Lamarr como inventora. A ver si va a resultar que Jorge Fernández se pasa por este blog, o algún guionista o algo. Qué alegría más grande.
¿Que no se han preocupado por saber sobre la vida de Hedy Lamarr? no se la pierdan, es lo más grande que hay.
Apostilla televisiva: hoy jueves, 13 de noviembre, Jorge Fernández, en La ruleta de la suerte de Antena 3, ha empezado el programa recordando a Hedy Lamarr como inventora. A ver si va a resultar que Jorge Fernández se pasa por este blog, o algún guionista o algo. Qué alegría más grande.
sábado, 8 de noviembre de 2008
Una noche en el teatro

viernes, 7 de noviembre de 2008
Vuelve Silvana Mangano

En la foto, un Kirk Douglas todo morenote charla con Silvana Mangano durante un descanso del rodaje de la película Ulises, un 16 de septiembre de 1953 en Roma. Silvana está, una vez más, guapa. Miren qué bien coloca la mano con el cigarrillo, miren qué tensión en la mano que apoya sobre el brazo del sillón. Está más que guapa. Kirk, morenote. «¿Y la escoba?» se preguntarán, «¿y la escoba?». No quiero hablar de la escoba. Quiero hablar de Silvana. Qué guapa. «¿Y la escoba?», pues no lo sé, no pregunten por la escoba, pero no me negarán que la unión de las tres cosas: Kirk morenote a calzón quitao, Silvana con vestido negro y la escoba, convierten esta imagen en un capricho del CFNM más coqueto y recatado.
miércoles, 5 de noviembre de 2008
La casita
Hará ya cosa de veinte años que compré ese pequeño terreno en mitad del bosque de Thüringen. Heredé una cantidad de dinero tras la muerte de mi marido, Alexander, y lo utilicé para levantar lo que sería mi nuevo hogar. Es una casa pequeña y humilde, con un dormitorio, un cuarto de estar, un baño, un pequeño establo que utilizo como granero y despensa y una amplia cocina. Allí paso la mayor parte del tiempo. Cocino a todas horas, por la mañana, por la tarde y antes de irme a la cama. Soy una gran cocinera, señor. En la cocina fabriqué los cimientos de mi casa con grandes ladrillos de bizcocho, las tejas de chocolate negro que cubren el tejado, los ventanales de cristal de caramelo de colores, las baldosas, que fabriqué en porciones de pasta de azúcar y coloqué con esmero para cubrir el suelo de las dos plantas. También en la cocina confeccioné las cortinas, los cojines y el colchón, que preparé con mullidas nubes de malvavisco. Tardé más de quince años en acabar la casa. Más de quince años levantándome de madrugada para fabricar litros de almíbar, bollos, bizcochos, crema pastelera y pasta de chocolate. Entonces llegaron esos dos niños. Rompieron la valla de azúcar de la entrada y se dedicaron a arrancar los cristales, morder las tejas y lamer las paredes. Entonces enloquecí, ver aquello me volvió loca y quise darles un escarmiento. Enloquecí, señor, me volví loca. Desearía que se pusiera en mi lugar, al menos por un momento ¡me costó tantos desvelos, tanto sufrimiento terminar mi querido hogar! Es lo único que poseo en la vida. Tenga piedad, señor juez, tenga piedad.
martes, 4 de noviembre de 2008
El verde hospital
El olor de los hospitales, cuando se queda en la ropa, huele a verde hospital. Es un verde que no tiene nada que ver con el verde bosque, el verde musgo, el verde manzana o el verde rana. Es un verde triste, que le falta amarillo y le sobra un poco de rojo y de negro. Es un verde sin la luz y la alegría cincuentas del azul piscina de los coches americanos. Es un verde que no sabe si ser militar o aséptico. Es un verde que huele triste. A veces los hospitales huelen a dulce, pero es un dulce triste. Es el olor dulce de una clase de niños después del recreo que se han encontrado de pronto con el desencanto. Es un olor dulce que te pone lo pies en la tierra y a poco que te descuides se te lleva con ella. Pero no todo iba a ser malo, también hay doctoras muy guapas y enfermeras muy guapas.
sábado, 1 de noviembre de 2008
Los muertos
Los muertos también se mueren. Lo único que los diferencia de los vivos es que los muertos deciden cuándo quieren morir. Algunos muertos, cuando ya se ven hartos de ir de un sitio a otro dando sustos, de vigilar a los familiares, de enviar comunicados espectrales a los mediums y de tirar nueces de los árboles para que las recojan los niños, deciden que están cansados y que prefieren morir. Así lo dicen: «Mañana me muero». A los demás muertos les parece bien pues ya tienen la costumbre de ver que, quién más quién menos, se encuentra cansado y quiere pasar a mejor muerte. Organizan una ceremonia sencilla, sin misas ni entierros, quedan con los demás muertos en una sala que hay para esos acontecimientos, charlan un poco, se abrazan y se despiden. «¿Ya te has cansado?» le dicen «¿No estás bien entre nosotros, estás seguro de que te quieres morir?», y el muerto les dice que sí, que ya es hora de descansar. Besa a los más queridos y se despide de los demás con la mano mientras se va por un pasillo muy estrecho. Al final del pasillo hay una habitación chiquita, con una cama pequeña pero muy cómoda, que tiene un colchón cálido y mullido. El muerto se mete en la cama, se cubre con una manta que le recuerda a las mantas de cuando era niño y con el calor que le pone rojas las orejas y los olores de su primera habitación va dejando que le venga la muerte. «Ay, qué descanso», dice, y ya se deja morir.