Leído aquí: http://www.verkami.com/projects/122-malasana-volumen-1
A lo largo de más de un década Blanca del Amo realizó estas fotografías utilizando como estudio la planta superior del mítico bar Tupperware. Entre ellas aparecen músicos, trabajadores de la noche, parroquianos habituales y compinches en general.
La cantidad que se solicita irá dirigida exclusivamente al pago de la impresión del libro. La autora de las fotografías, el escritor de los textos (Gerardo Cartón), el diseñador (Manuel Bartual) y el editor (Mauro Entrialgo) realizan este proyecto de manera totalmente desinteresada.
Malasaña volumen 1 será un libro de la colección Vadillo Pedroso, cuyo lema y definición es: «una aproximación documental a nuestra realidad contemporánea a través de miradas de autor a fenómenos específicos».
Esta colección fue fundada en 2004 por Miguel Vadillo que, tras haber conseguido publicar tres volúmenes, agotado por la experiencia y el desgaste económico, cede el testigo en esta ocasión a un nuevo editor.
Pulsar aquí si está interesado en colaborar en el proyecto o desea más información.
martes, 22 de febrero de 2011
lunes, 21 de febrero de 2011
La piel de la piel
Cierto, del cuerpo muerto y no deteriorado de la ballena puedes raspar con la mano una sustancia infinitamente fina y transparente, que en cierto modo recuerda a las lascas de mica aunque es casi tan flexible y suave como el satén; eso es, antes de secarse, momento en que no solo se contrae y espesa, sino que se hace más bien dura y quebradiza. Yo poseo varios pedazos secos de éstos, que utilizo como señaladores en mis libros balleneros. Es transparente, como he dicho antes; y al colocarla sobre la página impresa, a veces me he entretenido imaginándome que hacía un efecto de aumento. En cualquier caso, resulta agradable leer sobre las ballenas a través de sus propias gafas, como si dijéramos. Mas a lo que voy aquí es a esto. Esa misma sustancia infinitamente delgada como lascas de mica, que, admito, reviste el cuerpo entero de la ballena, no ha de ser considerada tanto la piel de la criatura, como la piel de la piel, por así decirlo; pues sería simplemente ridículo decir que la propia piel de la tremenda ballena es más delgada y más delicada que la de un niño recién nacido.
Herman Melville, Moby-Dick: o La Ballena, Edición de Fernando Velasco Garrido, Akal, Madrid, 2007, pp. 401.
Herman Melville, Moby-Dick: o La Ballena, Edición de Fernando Velasco Garrido, Akal, Madrid, 2007, pp. 401.
viernes, 18 de febrero de 2011
Balthus

La foto de arriba, en la que Balthus tiene un aire a Roger Sterling fumando, es de Loomis Dean (1956) y pertenece a la revista Life (Getty Images).
jueves, 17 de febrero de 2011
Grande y querido

Nuestros respetos, maestro.
viernes, 11 de febrero de 2011
Leviatán

Philip Hoare, Leviatán o la ballena, Ático de los libros, Barcelona, 2010.
Leviatán o la ballena es un precioso libro sobre eso, sobre ballenas. Salen muchas ballenas, desde Moby Dick, la ballena de Jonás o el Leviatán de Milton. Pero también habla de los barcos balleneros y las sangrientas cazas de ballenas y de la biología de la ballena tanto física como soñada. Si usted conoce a una persona que le gustan las ballenas, regálele este libro. Si no le interesan mucho, regáleselo igual y verá como cambia de opinión. O regáleselo a usted mismo y disfrute. A partir de entonces su relación con las ballenas no será la misma. Se lo aseguro.
La imagen de arriba es un Physeter macrocephalus (Linnaeus, 1758), un cachalote, de la obra de Georges Louis Leclerc, conde de Buffon (1707-1788).
jueves, 10 de febrero de 2011
Vestidos

Me ocurre últimamente que disfruto mucho más contemplando un vestido bonito que un cuadro o una ilustración. El vestido es de Anita Mc'Enzy y, sí, es bien bonito, como todo lo que hace Anita Mc'Enzy.
sábado, 5 de febrero de 2011
Sobre las letras escritas
Claude Lévi-Strauss cuenta cómo, cuando se hospedaba en Brasil entre los indios nambikwara, sus anfitriones, al verlo escribir, tomaron su lápiz y su papel, llenaron de garabatos unas líneas imitando sus letras y le pidieron que «leyera» lo que habían escrito. Los nambikwara esperaban que sus garabatos fuesen tan inmediatamente intelegibles para Lévi-Strauss como los que escribía él mismo.
Alberto Manguel, Una historia de la lectura, Alianza Editorial, Madrid, 2009, p. 103.
Mis primeros recuerdos son parecidos, de algún modo, a los de los nambikwara, pero en versión casera, lejos de Brasil, en el barrio de cerca de casa, a veinte minutos. Mi madre me dejaba por la tarde en casa de mi tía, su hermana. Mi tía, para que me entretuviera, me daba un cuaderno y un boli y yo me pegaba toda la tarde escribiendo ondas, ahí, toda la tarde, venga a escribir ondas. Ondas, ondas, ondas, ondas. Pasaba página. Ondas, ondas, ondas. Otra página. Ondas, ondas, ondas. Llenaba páginas y páginas con ondas. Es posible que pensara que estaba escribiendo algo grande. Me recuerdo con mucho detalle tumbado boca abajo sobre la alfombra del salón, frente al cuaderno, llenando páginas y páginas con ondas. Que al niño le gustaba el mar, pensarán. No, que creía que estaba escribiendo, que contaba cosas o, peor aún, que contaba cosas que con el tiempo se descifrarían. Pues no. Que no eran más que ondas, Son recuerdos de antes de aprender a escribir. Al acabar la tarde, tras llenar el cuaderno de garabatos con forma de ondas, me daban para cenar, en un plato duralex verde transparente muy hermoso o en un plato duralex ámbar transparente muy hermoso, un par de sardinas en aceite de lata y una tortilla francesa con miga de pan, que me gustaba mucho (y aún me gusta, con poco me conformo). Luego, aprendí a escribir, aprendí a juntar letras, y perdí el vicio. Llegaron los dictados y ya todo cambió. Y luego las redacciones y los análisis de texto. Y mientras, aprendí poemas; el de Amenámar Abenámar moro de la morería; me hicieron leer Platero y yo, que odié no se sabe cómo; y, luego, los poemas del cancionero de García Lorca, que en su momento sentí frescos. Ahora, el Abenámar no me molesta cuando lo recuerdo, Juan Ramón Jiménez me gusta, el puñetero, y, tengan piedad, no soporto a García Lorca. Ni gota. Que no puedo con él. Que no. Que no hay manera. Que no. Lo he intentado, he puesto ganas, hasta por la cosa de la conciencia social y, cuanto más lo leo, más artificioso me resulta. Que no hay manera. Que no. Que no hay manera. «Pues lo habrá leído mal», dirán. Pues eso será.
Alberto Manguel, Una historia de la lectura, Alianza Editorial, Madrid, 2009, p. 103.
Mis primeros recuerdos son parecidos, de algún modo, a los de los nambikwara, pero en versión casera, lejos de Brasil, en el barrio de cerca de casa, a veinte minutos. Mi madre me dejaba por la tarde en casa de mi tía, su hermana. Mi tía, para que me entretuviera, me daba un cuaderno y un boli y yo me pegaba toda la tarde escribiendo ondas, ahí, toda la tarde, venga a escribir ondas. Ondas, ondas, ondas, ondas. Pasaba página. Ondas, ondas, ondas. Otra página. Ondas, ondas, ondas. Llenaba páginas y páginas con ondas. Es posible que pensara que estaba escribiendo algo grande. Me recuerdo con mucho detalle tumbado boca abajo sobre la alfombra del salón, frente al cuaderno, llenando páginas y páginas con ondas. Que al niño le gustaba el mar, pensarán. No, que creía que estaba escribiendo, que contaba cosas o, peor aún, que contaba cosas que con el tiempo se descifrarían. Pues no. Que no eran más que ondas, Son recuerdos de antes de aprender a escribir. Al acabar la tarde, tras llenar el cuaderno de garabatos con forma de ondas, me daban para cenar, en un plato duralex verde transparente muy hermoso o en un plato duralex ámbar transparente muy hermoso, un par de sardinas en aceite de lata y una tortilla francesa con miga de pan, que me gustaba mucho (y aún me gusta, con poco me conformo). Luego, aprendí a escribir, aprendí a juntar letras, y perdí el vicio. Llegaron los dictados y ya todo cambió. Y luego las redacciones y los análisis de texto. Y mientras, aprendí poemas; el de Amenámar Abenámar moro de la morería; me hicieron leer Platero y yo, que odié no se sabe cómo; y, luego, los poemas del cancionero de García Lorca, que en su momento sentí frescos. Ahora, el Abenámar no me molesta cuando lo recuerdo, Juan Ramón Jiménez me gusta, el puñetero, y, tengan piedad, no soporto a García Lorca. Ni gota. Que no puedo con él. Que no. Que no hay manera. Que no. Lo he intentado, he puesto ganas, hasta por la cosa de la conciencia social y, cuanto más lo leo, más artificioso me resulta. Que no hay manera. Que no. Que no hay manera. «Pues lo habrá leído mal», dirán. Pues eso será.
martes, 1 de febrero de 2011
Como cine
Le gustaba, cuando viajaba en autobús, girar la cara con los ojos cerrados hacia el sol de la ventanilla. La translucidez de la piel de los párpados se convertía en una pantalla brillante, del color de los melocotones maduros. Por ella discurrían sombras de árboles, sombras de túneles, sombras de edificios altos, sombras de postes telegráficos y sombras de postes de cable de alta tensión. El cine en casa.