Descubrí que si le dabas a un pato un trozo de cerdo grasiento, algo en su estructura intestinal hacía que lo expulsara en menos de dos minutos. Del pico a la salida era un espectáculo que se podía observar muy rápidamente.
En nuestro jardín teníamos muchos patos. Una noche cavilé sobre esto.
Se me ocurrió que sería interesante atar al trozo de cerdo una cuerda de diez pies de largo.
El cerdo salió y se lo di a otro pato, con el mismo resultado, atado a la cuerda que había entrado en la boca del primer pato. A los pocos minutos tenía media docena de patos amarrados entre ellos, de pico a recto, mediante esa cuerda engrasada.
De un plumazo y —a la edad de ocho o nueve años— había inventado la primera pulsera viva. Un científico descubridor de un antibiótico no se habría alegrado más que yo.
Del libro Aventuras de un vividor, autobiografía de Errol Flynn, T&B Editores, Madrid, 2009.
Hoy celebramos el cumpleaños de Ray Harryhausen y estoy muy contento. Quiero mucho a Harryhausen. Nadie ha trabajado tan bonito como él. Veo las fotos de Harryhausen con sus estanterías llenas de muñequitos preciosamente articulados y me provoca una ternura inmensa. Es el más grande.
lunes, 29 de junio de 2009
sábado, 27 de junio de 2009
Cristales y madera

jueves, 25 de junio de 2009
Errol Flynn, también castrador de corderos
Lo único que tenía que hacer era pegar la cara a aquella cosa repugnante y morder los testículos del cordero. Desboñigar a un cerdito. Yo tenía buena dentadura. Metía la nariz en aquella cosa hedionda, clavando los dientes en los huevos del cordero de seis meses, y le pegaba un mordisco mientras lo sostenía boca abajo. Mi nariz se llenaba de pelaje e inmundicia. Mordía y escupía el producto sobre una pila de ostras de la pradera, así las llamaban. En Estados Unidos también las tenemos: deliciosas para comer pero no para limpiar. Decían que era la forma más higiénica de deshuevar a un cordero. Cuando acababa, le pasaba el cordero al siguiente, que ponía un poco de alquitrán de hulla en el mismo sitio para limpiar y cerrar la herida.
El cordero no soltaba un balido. Mordías, escupías algo que parecía un par de aceitunas, y se lo pasabas a otro. Todos los días tenía yo mi ración de ostras. Me comían las moscardas.
Del libro Aventuras de un vividor, autobiografía de Errol Flynn, T&B Editores, Madrid, 2009.
El cordero no soltaba un balido. Mordías, escupías algo que parecía un par de aceitunas, y se lo pasabas a otro. Todos los días tenía yo mi ración de ostras. Me comían las moscardas.
Del libro Aventuras de un vividor, autobiografía de Errol Flynn, T&B Editores, Madrid, 2009.
miércoles, 24 de junio de 2009
Un robado
Hoy, el supremo ha dado la razón a una revista en la que sacaban unas fotos de María Reyes, ex-Miss España, en pelota en una playa pública. La modelo puso una demanda contra la publicación por la cosa de que le hicieran esas fotos sin su consentimiento pero el juez se pronunció a favor de la revista aduciendo que son «de interés informativo». Y me he dicho, qué carajo, pues voy a hacer lo mismo, voy a robar una entrada de otro blog a ver qué pasa, a ver si me demanda o no me demanda el autor. No es un robado completo, que solo pongo un trozo, un topless que se dice.
A veces, por la mañana (porque esto sólo pasa por la mañana), cuando acudes con el carrito al súper dispuesto a cumplir la faena cotidiana, te fijas en la gente. No pasa siempre: lo habitual es que adoptes el mecanismo automático: no te fijas en nadie o la gente pasa por delante o al lado de tu carrito sin más; es gente homogeneizada, son todos iguales, o es una misma persona repetida múltiples veces seguir leyendo
A veces, por la mañana (porque esto sólo pasa por la mañana), cuando acudes con el carrito al súper dispuesto a cumplir la faena cotidiana, te fijas en la gente. No pasa siempre: lo habitual es que adoptes el mecanismo automático: no te fijas en nadie o la gente pasa por delante o al lado de tu carrito sin más; es gente homogeneizada, son todos iguales, o es una misma persona repetida múltiples veces seguir leyendo
martes, 23 de junio de 2009
Kinsey

domingo, 21 de junio de 2009
El símbolo fálico universal
Ayer celebramos el cumpleaños y el centenario del nacimiento de Errol Flynn. He sido fan de Errol Flynn desde que tengo uso de razón. Me gustaban mucho las películas de Errol Flynn. Un hombre que en sus fiestas privadas tocaba el piano con el pene tiene que haber sido un gran hombre. Siempre he querido tocar el piano con el pene. Me falta hacerme con un piano y estudiar solfeo. Pero un piano piano, no un casiotone o un tecladillo de esos con botones y ritmetes que tienen las teclas flojas y facilonas. Un piano de los de toda la vida, con sus teclas de pasta, sus cuerdas, sus pilotines, sus pedales y sus macillos. Todo se andará. Ahora se ha publicado en España Memorias de un vividor, la autobiografía del actor, que en EE.UU. salió a la venta en 1959, poco después de morir. A ver si el lunes mismo voy a una librería y me lo compro. Es lo que más deseo leer en estos momentos. Leo que el pasaje de Flynn tocando el piano con el pene no aparece en sus memorias. Parece que lo dijo Marilyn Monroe, que tuvo algún amorío con él. He buscado en Hollywood Babilonia y nada, tampoco sale. Salen otras cosas, pero lo de que tocaba el piano con el pene tampoco sale. Qué puñeta. Bien, está este vídeo ya viejo de una bonita actuación de dos señores que tocan el piano a dos penes, pero no es lo mismo.
viernes, 19 de junio de 2009
Eje

—Yo pensaba que te iba a gustar —le respondo—. Es una metáfora gráfica sobre la realidad psicosexual de la mujer en la primera mitad del siglo veinte representada por un espacio cerrado motriz cuyo eje es el preponderante falo arquetípico que en la imagen se representa como el mástil central que simbolizaba la potencia soberana, la virilidad trascendente, mágica o sobrenatural de las ceremonias de iniciación o Misterios que en la Antigüedad se celebraban en honor a los dioses itifálicos Hermes y Osiris.
—Es una atracción de feria, nano —me contesta Sigmundo mientras se sirve un café.
No aguanto a este hombre cuando se levanta tan pragmático.
Massin


Abajo, artes finales con indicaciones para fotomecánica de Massin, para la obra La Cantatrice chauve.
Ahora, con ordenador, cuesta un ná.

jueves, 18 de junio de 2009
Pliego (2)

Hoy celebramos, según el calendario gregoriano, el cumpleaños de Anastasia Nikoláyevna Románova. En la foto, Anastasia Nikoláyevna con su tía, la Gran Duquesa Olga Alexandrovna. Colección Romanov, Biblioteca Beinecke de Manuscritos y Libros Raros de la Universidad de Yale. (Que, por cierto, más de uno, cuando vea la foto de esta biblioteca, dirá que justo detrás de este edificio está La Seo de Zaragoza, pero no, que este edificio es de 1963 y está en el mismísimo New Haven [Connecticut]. El que hay enfrente de La Seo, además de una mala copia horterizada, es muy posterior.)
viernes, 12 de junio de 2009
Manos

Leído en Mis adarmes, que es el nuevo blog de un señor que hace fotografías muy sugerentes, como las manos de Memling, pero en blanco y negro. La foto de arriba se llama Manos, y es una foto de manos. Yo veo siete manos, o seis manos y una manita. Sin contar las que no se ven porque las corta la panorámica y las que oculta la ropa. Luego están las del fotógrafo.
Egon Schiele

En la foto, Egon Schiele frente a su espejo, en 1915.
miércoles, 10 de junio de 2009
Acertijo bibliófilo
Un marciano baja al planeta tierra en su nave espacial marciana con la misión de robar unos cuantos libros, cincuenta libros españoles y cincuenta libros ingleses. El pobre marciano no sabe idiomas. Conoce los caracteres, sabe lo que es una «a», una «b», así todo el alfabeto, pero no sabe idiomas, así que lo tiene difícil para elegir cincuenta libros españoles y cincuenta libros ingleses sin equivocarse. El marciano llega a una biblioteca, abre la puerta con su pistola galáctica y se pone delante de una estantería repleta de libros, que curiosamente, son todos españoles e ingleses, desordenados. ¿Qué sistema utilizará, sin necesidad de abrir los libros, para distinguir los que están hechos en España y los que están hechos en Inlglaterra? Con ese sistema puede cometer algún error, pero como mucho será un cinco o un siete por ciento...
Hale, que es un acertijo facilón.
¿Y Seix Barral. y Seix Barral? Me dirán. Bah, Seix Barral son unos anglófilos.
Hale, que es un acertijo facilón.
¿Y Seix Barral. y Seix Barral? Me dirán. Bah, Seix Barral son unos anglófilos.
martes, 9 de junio de 2009
Los espárragos y la orina

La causa de las anosmias específicas todavía no se conoce, pero en algunos casos se ha demostrado que podría ser hereditaria. Es decir, que la transmiten los genes. Una conjetura plausible es que algunas de ellas son causadas por mutaciones en los genes que producen las proteínas receptoras. Igual que todas las demás proteínas, cada una de las proteínas receptoras de la nariz es codificada por un gen. Si alguien sufre una mutación en uno de estos genes, un cambio en la secuencia de ADN, la correspondiente proteína receptora puede ser defectuosa. Esto a su vez puede llevar a una capacidad reducida para detectar determinadas moléculas, como las responsables del perfume de las fresias. Así pues, nuestra sensibilidad a los olores depende de nuestro repertorio de genes que codifican las proteínas receptoras.
Enrico Coen, El arte de los genes, Biblioteca Buridan, Barcelona, 2007.
El otro día estaba viendo uno de mis programas favoritos, ese en el que Jamie Oliver cocina en su casa de campo (y come brotes crudos de lo que le sale en el huerto junto a su compañero, ese jardinero tan guapetón y tan varonil), y hablaban de espárragos, de la forma de plantarlos y de cómo conseguir una buena cosecha. Oliver comentó que había leído que no todo el mundo detectaba el olor que toma la orina tras comer espárragos y que era algo que estaba relacionado con el ADN de cada individuo. Dios, me dije, tengo que hacer una encuesta sobre este tema en el blog.
Yo ya les adelanto que sí, que huelo la diferencia de olor de la orina tras comer espárragos, no solo de la mía sino de la de los vecinos si es menester y me apuran. El tipo oriental que trabaja de vigilante en la película Austin Powers también goza de olfato fino. Ahora la pregunta es ¿Usted nota un olor diferente en su orina tras comer espárragos? No responda ahora, bueno, responda ahora pero en la encuesta que encontrará a la izquierda. En todo caso, si marcar una de las casillas en la encuesta anónima le sabe a poco, siempre puede confesarnos aquí, vía comentario, si detecta o no detecta cambios en el olor de la orina tras ingerir espárragos.
lunes, 8 de junio de 2009
Todo

También me gusta mucho cómo bailan en el último anuncio de Balay. Y el vestido de la chica. No sé qué manía tienen las mujeres de vestirse de otra forma. Cuando me reencarne en chica iré todo el día con ese vestido y esa rebequita azul celeste. Hasta para dormir me la voy a poner. Vale, tendré dos vestidos y dos rebequitas, para ir variando.
La foto pertenece a esta página, y es una selección de peces capturados en el lago Hopatcong de New Yersey el 23 de mayo de 1923 por George W. Beard y sus amigos. Además, en la página podrán encontrar bonitas fotos de un tren pasando bajo un puente, de vías de tren con personas posando y jugándose la vida ante la inminente llegada de un tranvía descarrilado y todo eso que nos gusta en este blog.
domingo, 7 de junio de 2009
Curso de Nueva Cocina Aragonesa (capítulo V)
Ya pueden ver el nuevo capítulo del Curso de Nueva Cocina Aragonesa.
Si desea ver el anterior capítulo del Curso de nueva Cocina Aragonesa, dedicado a la salsa agridulce, pulse aquí.
Si desea ver el monográfico sobre el ternasco en tres capítulos, pulse aquí.

Si además desean ver la película de cine independiente El hombre que quería bajar en Paniza, pulsen aquí para ver la primera parte y aquí para ver la segunda parte.
Si desea ver el anterior capítulo del Curso de nueva Cocina Aragonesa, dedicado a la salsa agridulce, pulse aquí.
Si desea ver el monográfico sobre el ternasco en tres capítulos, pulse aquí.

Si además desean ver la película de cine independiente El hombre que quería bajar en Paniza, pulsen aquí para ver la primera parte y aquí para ver la segunda parte.
sábado, 6 de junio de 2009
El restaurant Phillies, abierto hasta las dos
Soy el hombre que lijó, tiñó de color cerezo y barnizó con barniz brillante la barra triangular del restaurant Phillies. Tardé dos días enteros, desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde, haciendo una parada cada día de una hora para almorzar.
Soy la perra Teckel que paseó, junto a mi dueña, frente a la fachada del restaurant Phillies cuatro horas antes de ningún suceso.
Soy la mujer que vive en el primer piso de la casa pintada de rojo que hay justo enfrente del restaurant Phillies. Enviudé hace cinco años. Mi vida no es mala. Miro a través de la ventana cómo pasa la gente. La gente va y viene del trabajo y así van pasando la vida. De noche dejo la persiana a la mitad, la luz del restaurant entra en mi dormitorio y me lleva al sueño. Sueño que bailo con Rob en esos salones enormes de suelo blanco y brillante a los que nunca fuimos. Sé que llegará un día en que me junte con Rob y entonces bailaremos con nuestras mejillas pegadas, una contra otra. Las suelas de mis zapatos de salón se deslizarán como si volara.
Soy el pintor que dibujó con lápiz graso, escuadra y cartabón y que luego delineó con pincel fino y a pulso las letras del cartel de madera del restaurant Phillies. Lo hice en una tarde de verano y cobré pronto, dos días después. El dueño luego me invitó a comer una pieza de carne y una cerveza helada.
Soy el hombre que acaba de tomar una hamburguesa con guarnición, una cerveza fría y una ración de tarta de crema con frambuesas y arándanos en el restaurant Phillies. Llegué hace seis horas a Nueva York y hace un par de horas alquilé una habitación individual en un hotel de la calle St. Charles, cerca de la avenida Greenwich. Es una habitación pequeña con baño compartido, pero está limpia y no es muy ruidosa. Debería estar de vuelta en Hampden el martes.
Soy Jo, que posa para mi esposo con un ajustado y brillante vestido rojo mientras observo que tengo un despinte en la uña del pulgar de mi mano derecha.
Soy el hombre que se levantará a las cinco de la mañana, se vestirá, bajará las escaleras, pasará frente al ventanal del restaurant Phillies y recorrerá la avenida Greenwich hasta llegar a la parada de metro que le llevará a su trabajo.
Soy el pintor que pintó de un hermoso verde la moldura interior del restaurant Phillies y aconsejó pintar la zona inferior y la puerta de acceso a la cocina de un brillante amarillo ocre.
Soy el reponedor que cada semana lleva sirope de limón al restaurant Phillies para sus granizados.
Soy Linda, la enfermera que en este preciso instante celebra con sus compañeras del St. John's Hospital la cena de Navidad en el hotel que hay a dos manzanas del restaurant Phillies.
Soy el propietario del local que hay frente al restaurant Phillies, y que ahora, en este mismo instante, duerme.
Soy el camarero del restaurant Phillies, que ahora, mientras enjuaga una bayeta bajo el grifo de agua fría, conversa con el hombre del sombrero gris y traje azul que está acompañado de una mujer vestida de rojo que mira, con desgana, sus uñas.
Soy el coche que ha pasado, hace cinco minutos, frente al restaurant Phillies.
Soy el hombre que ha pasado frente al restaurant Phillies conduciendo su coche de camino a casa.
Soy el responsable de la empresa cristalera que instaló, hace ocho años, el ventanal curvado de la fachada del restaurant Phillies. Se hizo en cinco piezas, cuatro planas y una curvada y tuvimos que utilizar el camión grande para llevar todo el material hasta la avenida Greenwich.
Soy el camarero del restaurant Phillies, que espera que los tres trasnochadores se vayan del local para cerrar y volver a casa. Allí me espera mi esposa, Jenny, y mis dos niños, que seguro que duermen como ángeles.
Soy la perra Teckel que paseó, junto a mi dueña, frente a la fachada del restaurant Phillies cuatro horas antes de ningún suceso.
Soy la mujer que vive en el primer piso de la casa pintada de rojo que hay justo enfrente del restaurant Phillies. Enviudé hace cinco años. Mi vida no es mala. Miro a través de la ventana cómo pasa la gente. La gente va y viene del trabajo y así van pasando la vida. De noche dejo la persiana a la mitad, la luz del restaurant entra en mi dormitorio y me lleva al sueño. Sueño que bailo con Rob en esos salones enormes de suelo blanco y brillante a los que nunca fuimos. Sé que llegará un día en que me junte con Rob y entonces bailaremos con nuestras mejillas pegadas, una contra otra. Las suelas de mis zapatos de salón se deslizarán como si volara.
Soy el pintor que dibujó con lápiz graso, escuadra y cartabón y que luego delineó con pincel fino y a pulso las letras del cartel de madera del restaurant Phillies. Lo hice en una tarde de verano y cobré pronto, dos días después. El dueño luego me invitó a comer una pieza de carne y una cerveza helada.
Soy el hombre que acaba de tomar una hamburguesa con guarnición, una cerveza fría y una ración de tarta de crema con frambuesas y arándanos en el restaurant Phillies. Llegué hace seis horas a Nueva York y hace un par de horas alquilé una habitación individual en un hotel de la calle St. Charles, cerca de la avenida Greenwich. Es una habitación pequeña con baño compartido, pero está limpia y no es muy ruidosa. Debería estar de vuelta en Hampden el martes.
Soy Jo, que posa para mi esposo con un ajustado y brillante vestido rojo mientras observo que tengo un despinte en la uña del pulgar de mi mano derecha.
Soy el hombre que se levantará a las cinco de la mañana, se vestirá, bajará las escaleras, pasará frente al ventanal del restaurant Phillies y recorrerá la avenida Greenwich hasta llegar a la parada de metro que le llevará a su trabajo.
Soy el pintor que pintó de un hermoso verde la moldura interior del restaurant Phillies y aconsejó pintar la zona inferior y la puerta de acceso a la cocina de un brillante amarillo ocre.
Soy el reponedor que cada semana lleva sirope de limón al restaurant Phillies para sus granizados.
Soy Linda, la enfermera que en este preciso instante celebra con sus compañeras del St. John's Hospital la cena de Navidad en el hotel que hay a dos manzanas del restaurant Phillies.
Soy el propietario del local que hay frente al restaurant Phillies, y que ahora, en este mismo instante, duerme.
Soy el camarero del restaurant Phillies, que ahora, mientras enjuaga una bayeta bajo el grifo de agua fría, conversa con el hombre del sombrero gris y traje azul que está acompañado de una mujer vestida de rojo que mira, con desgana, sus uñas.
Soy el coche que ha pasado, hace cinco minutos, frente al restaurant Phillies.
Soy el hombre que ha pasado frente al restaurant Phillies conduciendo su coche de camino a casa.
Soy el responsable de la empresa cristalera que instaló, hace ocho años, el ventanal curvado de la fachada del restaurant Phillies. Se hizo en cinco piezas, cuatro planas y una curvada y tuvimos que utilizar el camión grande para llevar todo el material hasta la avenida Greenwich.
Soy el camarero del restaurant Phillies, que espera que los tres trasnochadores se vayan del local para cerrar y volver a casa. Allí me espera mi esposa, Jenny, y mis dos niños, que seguro que duermen como ángeles.
jueves, 4 de junio de 2009
Cristales
La caja de ampollas de Astenolit vienen con un rompedor de puntas de ampolla que no funciona mal. Es una pieza de plástico blanco con el logotipo del medicamento marcado en hueco relieve. La pieza tiene un agujerito, colocas la punta dentro del agujerito y, plac, la rompes. Luego das la vuelta a la ampolla y repites el proceso. No funciona mal, pero suele suceder que la punta de cristal se queda dentro de la pieza de plástico y es complicado sacarla. Así que ahí me tienen dando golpecitos a la pieza de plastico para que salga la punta de la ampolla. Si no se saca la primera, la segunda punta de la ampolla se junta con la anterior y se rompe una con otra formando muchos cristalitos. Tengo cierta fobia a tragarme cristales, en parte porque no creo que sea una cosa agradable para casi nadie, en parte porque hace años ya tuve la oportunidad de tragarme un parabrisas de coche y recuerdo la sensación de tener la boca llena de trozos de vidrio moviéndose entre las encías y los carrillos y crujiendo entre las muelas. Así que suelo pasar el líquido de las ampollas por un colador, no vaya a ser. Hoy he visto un trozo de cristal en el fondo del vaso. Necesito un colador más fino.
miércoles, 3 de junio de 2009
De «En las Antípodas»
En los años cincuenta, una amiga de Catherine se mudó con su familia a una casa contigua a una parcela vacía. Un día llegaron unos obreros para levantar una casa en la parcela. La amiga de Catherine tenía una hija de tres años que se interesó por la actividad de la parcela de al lado. Merodeó tanto por los alrededores que los obreros terminaron por adoptarla como una especie de mascota. Charlaron con ella y la dejaron contribuir en los trabajos, y al final de la semana le dieron un pequeño sobre con la paga: una media corona nueva y reluciente o algo así.
Ella la llevó a casa y la enseñó a su madre, que hizo todos los aspavientos requeridos de admiración, y le propuso llevarla al banco al día siguiente para ingresarla en su cuenta. Cuando fueron al banco, el cajero quedó igual de impresionado y preguntó a la niña cómo había conseguido aquella paga.
—He estado construyendo una casa esta semana —dijo ella encantada.
—¡Cielo Santo! —dijo el cajero— ¿Y construirás otra casa la semana que viene?
—Claro, si llegan los putos ladrillos —contestó la niña.
Del libro En las Antípodas, de Bill Bryson, RBA, 2006, Barcelona. En las Antípodas es un libro de viajes por Australia. No he leído más libros de viajes sobre Australia, pero apostaría una pierna que no hay otro libro que explique tan bien Australia y que además cuente historias tan buenas como ésta.
Ella la llevó a casa y la enseñó a su madre, que hizo todos los aspavientos requeridos de admiración, y le propuso llevarla al banco al día siguiente para ingresarla en su cuenta. Cuando fueron al banco, el cajero quedó igual de impresionado y preguntó a la niña cómo había conseguido aquella paga.
—He estado construyendo una casa esta semana —dijo ella encantada.
—¡Cielo Santo! —dijo el cajero— ¿Y construirás otra casa la semana que viene?
—Claro, si llegan los putos ladrillos —contestó la niña.
Del libro En las Antípodas, de Bill Bryson, RBA, 2006, Barcelona. En las Antípodas es un libro de viajes por Australia. No he leído más libros de viajes sobre Australia, pero apostaría una pierna que no hay otro libro que explique tan bien Australia y que además cuente historias tan buenas como ésta.
Jungfrukällan
Paulette Goddard (II)

