Se da, como a cualquier animal inquieto, que me suceden y me remueven varias cosas a la vez (un animal inquieto de ejemplo sería el demonio de
Tasmania [
Sarcophilus harrisii], un marsupial muy bonito de ver que en nada se parece al de los dibujos de la
Warner y que los pobres llevan una mala racha por culpa de unos tumores
cancerígenos que los están diezmando que les deforman el rostro
entorpeciéndoles la
alimentación. El ser humano ibérico, que es de natural muy bruto y muy tonto, anda debatiéndose sobre si toros sí o toros no y sobre si el toro de lidia pervivirá cuando se mueran todos los toreros atacados por un mal muy malo que
consistitirá en un dolor muy fuerte de tripas con mareos y angustias de verse solos, sin público alguno, en una plaza y, mientras, los demonios de
Tasmania andan pochos y tristes porque el cáncer
neuroendocrino les está
jodiendo vivos el
morrico). A lo que iba, que me pierdo: que de toda la vida me han gustado los bares de barrio con nombres de lugares bonitos. El
Mónaco, el
Montreal, el
Ibiza, el París, el
Amberes, y también todos esos bares que se fundaron en España con nombres exóticos africanos y sudamericanos que
olían a café tostado. De crío, mi idea de África e
Hispanoamérica estaba cerca de un camarero con chaquetilla blanca y pajarita que ponía cafés en un bar con barra de acero inoxidable con un bonito mural «
afrinoise» o «
latinoise», si vale la expresión. Aprendí más de geografía con esos bares que viéndome el programa
300 millones todas las semanas (que me lo veía, ojo). Eran bien hermosos esos bares. Luego, llegaron los decoradores temáticos de bares y lo
jodieron todo.
Jodieron los bares,
jodieron los recuerdos,
jodieron las evidencias reales (Si existe
Bogotá, quiero que
Bogotá sea la que me muestra el bar
Bogotá), cargándose bares y llenándolos de información gratuita, falsa,
ploteada y sin alma. Así perdimos. Así perdimos todos. Los bares, conformados y convertidos en museos durante años a puro de objetos comprados, regalados por los parroquianos, decorados a golpe de gracia diaria, se han convertido en catedrales de la mentira, de lo no vivido, de recuerdos que no nos pertenecen ni a nosotros ni a los dueños (o si no, pregunte al dueño de un bar temático quién es el tipo irlandés que sale en la foto 32 del mural de fotos que tiene enfrente). Tonto será el que vaya a un bar temático. Tonto y triste. Que va un día, vale, que va dos, vale. Que va todos los días, tonto. Que dice que va porque las camareras van con camisetas ajustadas y con escote, vale, entonces se comprende. No hay discusión. Me digo que si un día monto un bar en los años cincuenta (que es un hecho improbable) lo llamaré
Korosko, en honor al libro de
Conan Doyle que tanto me gustó cuando lo leí de crío (Ay,
La tragedia del Korosko, qué bonita esa edición de tapas negras, duras, con un grabadete coloreado; qué hortera y era, cuánto me gustaba y cuánto me hizo amar los libros que luego descubrí).
Korosko. Suena vasco. En la barra pondré un letrero que diga «Salda
Dago», que suena a nombre de héroe de la Tierra media. ¡Salda
dago! ¡Sí! Así que cuando llego a una ciudad que no conozco, me gusta entrar en esos bares bonitos con nombres exóticos. Al final, lo de menos es el servicio, lo hermoso es pensar en qué le llevo al dueño a llamar a su bar
«Kenia» en el año 63. Igual que el hombre puso nombre a los animales, los hosteleros pusieron nombres a sus bares, pensando en lugares lejanos y hermosos que nunca llegaron a conocer. Y, mientras, ando pensando en lo
jodido que es el humor. Qué
jodido y doloroso que es el humor. Qué mal se pasa. Oigan, los poetas, que son una especie de humanos semovientes granujientos exentos de estructura ósea que deben de respirar por branquias y se reproducen por esporas poéticas, cuando escriben una poesía, si llega al límite de lo cursi y
avergonzante, reciben todo tipo de elogios: «Ay, qué bonito», «Ay, cómo me ha
llegao...», incluso, lo sé, ponen
pitonga a más de una lectora. Es lo que tiene la poesía, que es
facilona. Coño, es
facilona leída por
internet, que luego sacan un libro y no venden un cacahué. A lo que voy, que me pierdo. Oigan, un poeta publica un poema en
internet y nadie tiene arrestos de contestarle con otro. Ejemplo, si escribo: «Me baño en la alborada / de tus ojos tiernos / mozuela / y de
atardeceres frescos / como agua cantarina que ronda el río», leche, les gustara o no, pero no hay ser humano
que responda con «Y de tu río a mi boca / y de tu boca a mi río / y de los frescos racimos / de uva temprana / que me llevan el vestido
perdío». No pasa eso, a no ser que el que conteste le esté pidiendo, de forma poética, de follar. No hay dios que conteste. No se da. No pasa. Dirán que les gusta, que qué gran creación, que tienen todos los vellos de punta después de leerlo, pero no harán una réplica poética por respuesta. Imagino que por educación. Educación rara, ojo, porque si lo medimos todo con el mismo rasero ¿a santo de qué se da que un día escribas algo con cierta intención humorística, luego cuatro días después escribas con mucha pena que se te ha muerto el perro y el lector piense que es algo gracioso y le dé por hacer un chiste? Es el síndrome del payaso triste. Saber que por haber
flirteado alguna vez con lo humorístico, nadie te va a tomar en serio. Es una losa terrible que te obliga a ser
jodidamente agrio,
jodidamente borde y
exclusivista. Todo aquello que nunca quisiste. Eso pasa con el humor. Que es un terreno cenagoso, complicado, lleno de baches. Así que he decidido que a partir de ahora no me voy a complicar la vida y sólo voy a escribir poesía. Ea. Ojo, poesía de la buena, con
atardeceres, lluvias y amaneceres coloridos, vaya, lo que viene siendo la poesía que gusta. O, esperen, microrrelatos. Ojo, con los microrrelatos, que va a ser el mal del siglo XXI. Que ustedes dirán que un microrrelato no hace mal a nadie, del mismo modo que el habitante de Hamelin dijo que una ratilla de nada no molestaba. Tiempo. Denles tiempo. En cuatro días la publicidad usará los microrrelatos como sistema para vender seguros. Tiempo. Están avanzando. Los haikus nos llegaron a convencer de que cuatro palabretas juntas guardaban en su interior grandes verdades que sólo los muy preparados podían llegar a comprender porque escondían en su interior toda la filosofía milenaria oriental. Ahora vienen los microrrelatos. Es para temblar. Para temblar y no echar gota. Están avanzando y poco a poco se meterán en sus casas. Avisados quedan.