sábado, 21 de abril de 2007

El constructor de barcos en miniatura y su sobrino Miguel

Desde que le dieron la jubilación anticipada, Fernando mataba el tiempo construyendo pequeños barcos a escala. Recortaba cada una de las piezas de madera con una sierra de marquetería, luego las montaba con mimo y, una a una, las encolaba ayudándose de un pincel de cuatro pelos. Después las pintaba, les hacía pequeñas perforaciones y las decoraba con diminutas taraceas. Todo era pequeño, las velas más grandes eran del tamaño de un sello y para fabricar los palos se servía de palillos chinos, que tallaba y tallaba hasta dejarlos finos y acerados como agujas. Cuando lo tenía todo montado, plegaba el palo de trinquete, el palo mayor y el palo de mesana e introducía la nave por la estrecha boca de una botella de muestra que en su momento se usó para contener coñac. Antes había atado largos cabellos a la punta de cada uno de los tres palos, y de ellos se servía para tirar cuidadosamente hasta que el barco se desplegaba en el interior. Y con el despiegue de los palos, el despliegue de las velas, que caían lentamente y con mucha gracia. Ese momento, el del izado y despliegue, no se lo perdía Miguel, que se quedaba mirando fijo fijo sin pestañear. Lo había visto muchas veces, pero siempre le parecía algo mágico. Miguel, su sobrino, era al que muchas veces mandaba a la peluquería del barrio a robar pelos. Como no todos los pelos servían, Miguel se especializó en hacerse con los mejores, así que entraba gateando en la peluquería, esperaba paciente a que la peluquera acabara su trabajo y rápidamente agarraba unos cuantos mechones, antes de que la ayudante de la peluquera los barriera y los metiera con el recogedor en el cubo de la basura. No era tarea fácil, pero aquello de esconderse con el temor de que lo descubrieran era algo que en el fondo gustaba mucho a Miguel. Se metía los cabellos en los bolsillos del pantalón y salía corriendo hasta llegar al portal de Fernando. «Tío, que traigo los pelos». Fernando le abría la puerta y Miguel se iba sacando los mechones de pelo y los iba dejando sobre el hule de la mesa. «A ver cuántos me has traído hoy» «Mira, estos pelos son bien largos», «Ah, pues estos son bien buenos», «bien buenos tienen que ser, que son de la señora Luisa, que dice que no se cortaba la melena desde que murió su marido y de eso hace ya lo menos 20 años», «Si largos tienen que ser, pero no son más buenos por largos sino por fuertes». Fernando, de tanto observar cabellos con la lente de aumento se convirtió en un especialista del cabello: «Estos pelos no valen, que son de muerta» y Miguel le contestaba: «Que no son de muerta, que son de un postizo que le han puesto a la hija de la señora Mercedes, que llevaba el pelo más bien corto y como dicen que han tenido prisa para casarla no ha tenido tiempo de que le crezca y dicen que una novia con pelo corto no es buena novia y se luce menos. Son los pelos de un postizo de pelo natural que dice la peluquera que se lo traen de la India», «Pues de india muerta será —le espetaba su tío —que estos pelos están más secos que secos» y Fernando comprobaba la elasticidad de cada uno de los pelos estirando de sus puntas con dos pinzas minúsculas «¿Ves? se parten con sólo tirar un poco, estos pelos son de muerta». Un día, Miguel recogió unos preciosos cabellos de Maribel, la hija de la «santa», que tenía una melena roja y ondulada que le llegaba hasta la cintura. No le hizo falta entrar en la peluquería para hacerse con ellos. Ese día Maribel estaba en la plaza con otras amigas y una de ellas le desenredaba el pelo con un cepillo de esos que hacen «cra-cra» cuando se pasan por el cabello. La amiga de tanto en tanto arrancaba bolas de cabello de las púas del cepillo y las dejaba sobre uno de los peldaños de la escalera. Fue fácil robarlos para Miguel. «Mira, tío, hoy te los traigo pelirrojos y bien largos». Fernando los tomó entre los dedos, los observó con la lente de aumento y le dijo a su sobrino «Otra vez que me trae pelos de muerta, cómo me traes estos pelos si sabes que no me sirven, que se rompen con sólo mirarlos», «Que no son de muerta —le respondió Miguel— que son de la niña Maribel, que la están abajo en la plaza peinando», y casi antes de acabar la frase oyeron un frenazo de coche, un golpe como a un saco lleno de paja y muchos gritos y lamentos. Sacaron la cabeza por la ventana y vieron mucha gente que se movía de un lado a otro y corrían pidiendo una ambulancia. «Pues ¿ves? ahora sí que ya no sirven» y Miguel asintió y sintió mucha pena por Maribel, que era una niña bien guapa y de pronto notó que igual le gustaba un poco y no se había dado cuenta hasta ese momento.

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