sábado, 23 de agosto de 2008

Cascos antiguos enciclopédicos y chicas guapas


Mi amigo Javier escribe una bonita entrada en su blog sobre, entre otras cosas, las ilustraciones de los diccionarios. Oigan, debo confesar que servidor también ha sido un ávido observador de ilustraciones de diccionarios. Amé esas ilustraciones en mi infancia porque para mí eran «la verdad» (yo pensaba de crío que tras esos dibujos había un ilustrador muy ilustrado, que dibujaba con su plumilla con veinte señores serios con bigotes, perilla y monóculos que le decían «así», «así no», «el mandoble un poco más largo», «esa jarretera, que se vea más pomposa y con la hebilla más brillante», «ese perfil griego, que parezca más griego, quítale el puente interocular». La realidad posiblemente sea otra: dibujantes de oficio, cobrando poco o menos que poco por ilustración y sacando información de alguna foto mala o, en su defecto, de una ilustración anterior, que a su vez se alimentaba de un dibujo de un dibujo de un dibujo de una versión de un dibujo de un dibujo de una versión de un dibujo de un dibujo que hizo un biólogo o egiptólogo que tenía buena mano para copiar al natural. Es hermoso pensar en todo eso. En verdad, creo que una buena parte de mis pensamientos los he gastado en pensar cómo sería la vida de esos señores dibujantes que trabajaban haciendo ilustraciones para enciclopedias. Los imagino saliendo de la editorial con una carpetilla llena de papeles con indicaciones para dibujar un quinqué, un ábaco, una columna dórica o un elefante africano y luego, en sus casas, trazando, primero a lápiz y luego con la plumilla, absolutas «verdades». Esas verdades que sólo nos ofrecen las enciclopedias cuando somos unos críos ávidos de saber más cosas que los kilómetros que hay entre una ciudad y otra o el enigma de la fotosíntesis. Así, a veces los elefantes africanos son más hermosos dibujados, con esas orejas enormes, que los que vemos en las fotos; y los cascos romanos mucho más claros que los que sacan de los yacimientos, chafados como latas de conservas; y los capiteles de las columnas dóricas, mucho más definidos que los que ves en vivo, ahí tan altos. Es esa forma extraña de mirar que nos dan las enciclopedias y que no perdemos durante toda la vida a no ser que nos convirtamos en perfectos adultos como dios manda. Objetos exentos expuestos, quietos, para su contemplación, su observación al detalle. Luego, la vida real es otra cosa, y el elefante africano de la foto tiene al domador delante, o el ábaco se ve borroso, o el quinqué tiene delante un pastillero que tapa buena parte de la base, que se imagina, pero no se llega a ver; y uno descubre que además de ese conocido punto ciego de visión tiene una otra cosa extraña que le ayuda a delimitar en la memoria esas formas que no hemos visto completas y que aquí, en la memoria, retenemos, igual gracias a esos dibujos de las enciclopedias, de forma purísima). Y como Javier pone una lámina de cascos en línea, yo voy a poner una foto de mozas en línea, que demuestra que las chicas de 1927 eran mucho más saladas, más guapazas, más pizpiretas y más variopintas que las mises de ahora (vale, bien, la que tiene una banda que pone «News», la cuarta después del señor con bigote blanco de la primera fila, es de mis favoritas, por ese peinado y esa cara de malaza que tiene. Qué peligro tiene esa mujer, con ese pelazo, esa pose de mujer fatal y esos zapatacos. Ay, qué peligro).

2 comentarios:

Javier de la Iglesia dijo...

Para entrada preciosa, esta suya. Gracias. Un fuerte abrazo
Javier

Harry Sonfór dijo...

Otro fuerte abrazo, Javier.