jueves, 30 de agosto de 2007

El gato de Schrödinger se encuentra con el perro de Pavlov



Un día, el gato de Schrödinger paseaba cerca de la cerca que circunvala el granero que hay justo debajo del molino. El gato de Schrödinger se había levantado ese día en un siesnoes, con una incertidumbre que pendía sobre su cabeza como la espada de Dionisio II «¿qué será de mí?» se decía el gato de Schrödinger (Schopenhauer desconfiaría de la frase de este gato, pues no se creía mucho que los gatos pensasen a no ser que todos los gatos pensasen lo mismo desde el principio de los tiempos). Así que el gato de Schrödinger paseaba y de pronto se encontró con el perro de Pavlov, que andaba mordisqueando un hueso. «Hola, perro» y el perro de Pavlov levantó la cabeza y miró con desconfianza al gato de Schrödinger, pues no le resultaba familiar. «Hola gato» respondió a regañadientes el perro de Pavlov. Luego al rato y tras mucho mirarse comenzaron a tratarse e incluso hicieron buenas migas, pues ya lo dice el dicho, que el mucho trato hermana al perro y al gato. En realidad no acabaron hermanándose pero al menos conversaron. Hablaron del tiempo, del calor que estaba haciendo y qué diferente a los días anteriores que hizo tanto frío. De pronto, desde la torre de la iglesia, que estaba a dos kilómetros del granero, sonaron las campanas tocando a misa y el perro de Pavlov se puso a salivar, tanto que más que salivar parecía que estaba rabiando. «Oye, perro ¿por qué salivas?» y el perro de Pavlov, confundido, le respondío «quién saliva?» ante esa respuesta que más que respuesta era otra pregunta el gato de Schrödinger se quedó confundido y recordó que llevaba sobre su cabeza una incertidumbre que le corroía y que le hacía preguntarse todo el rato si estaba vivo, si estaba muerto o si las dos cosas a la vez. Miró a un lado, luego a otro y muy educadamente se despidió del perro de Pavlov, que tenía ya tanta espuma en la boca que parecía que se estaba preparando para afeitarse: «Adiós, perro, ha sido un placer». «Adiós, gato, igualmente, y recuerde ir por la sombra, que este calor es muy traicionero» le respodió el perro de Pavlov despidiéndose con la pata. Un día más sin muchos altibajos y ningún sobresalto en la vida del gato Schrödinger.

En la foto: grabado de Rufo, el perrito fotógrafo (Casariche, Sevilla, 1902 - Chamonix, 1912). Este simpático perrito nacido en una localidad sevillana se hizo pronto famoso en Europa como atracción en barracas de feria y salones de té. De su extensa obra sólo se conserva la titulada «Retrato de los pies de la familia Douillet» (1906), que se conserva en el Museo del Perro de Liége (Bélgica). En 1905 emigró a Francia y sólo volvió a su país natal para actuar en la Exposición Hispano-Francesa de 1908 (Zaragoza, 1908). En 1912 murió atropellado por un tranvía. Una biografía más completa sobre Rufo, el perro fotógrafo, puede encontrarse en el libro «Artistas que murieron atropellados por tranvías» (Asociación de Ferrocarriles Metropolitanos, Madrid, 1968).

martes, 7 de agosto de 2007

Guillotin no inventó la guillotina


Guillotin no inventó la guillotina, tampoco la construyó ni la sufrió en su cuello: «tuvo una plácida muerte natural en 1814» explica Harold J. Morowitz en su libro «El filantrópico doctor Guillotin» (Tusquets editores, Barcelona, 2005). Vaya, tantos años pensando que Guillotin había inventado la guillotina y la había padecido y ahora resulta que no, que sólo propuso su uso (y se hizo ley) en el año 1791. Harold J. Morowitz, además de profesor de bioquímica y biofísica molecular es un señor con cara de señor calvo que lleva un peluquín entero, de esos que tienen patillas y todo. Como las pelucas de Elvis que se ponen los novios que se visten de Elvis en Las Vegas para casarse pero un poco (sólo un poco) más discreta. No considero que llevar peluquín entero con patillas sea un punto especialmente negativo en la imagen de un ser humano profesor de bioquímica y biofísica, pero tampoco puedo negar que me deje indiferente. Bien, le agradezco la información sobre Guillotin. Tal vez si no hubiera leído su ensayo me hubiera muerto con la idea equivocada y al aparecer en el cielo de los justos y encontrarme a Guillotin le hubiera espetado «Canalla, canallón, asesino cortacuellos» cuando el hombre no se merece esas injurias. Está bien, acepto profesor de bioquímica y biofísica con peluquín entero con patillas y le agradezco que me haya sacado del error con Guillotin. Otra cosa es que critique a Stephen Jay Gould cuando arremete contra Pierre Teilhard de Chardin como coautor en el engaño paleontológico del Hombre de Piltdown (cráneo humano + mandíbula de simio con los dientes limados= Hombre de Piltdown). Stephen Jay Gould publicó un bonito ensayo que aparece en el libro «El pulgar del panda» sobre el caso Piltdown (Ed. Crítica, Barcelona, 1994), posteriormente y tras la crítica de varios científicos al «Yo acuso» del autor contra Teilhard, publica un nuevo ensayo, que aparece en el libro «Dientes de gallina y dedos de caballo» (Ed. Crítica, Barcelona, 1995), con más datos y mucho más completo. Lo que en un principio parece una disculpa por haber maculado la figura del padre jesuíta acaba resultando un despliegue de datos que si no acaban por confirmar, acercan la figura de Teilhard a Dawson (el puñeterón autor del fraude). Todo esto venía a que me acabo de enterar de que Guillotin no inventó la guillotina ni la sufrió y servidor pensaba lo contrario. Qué peligroso es a veces relacionar un apellido con un objeto que lleva el mismo nombre. Ahora que lo pienso, igual por eso Manolete nunca escribió una carta de agradecimiento por el invento al autor de «A sangre fría». Tal vez porque no tengan nada que ver, tal vez porque Manolete murió por una mala corná de Islero* en 1947, un año antes de que el escritor publicara su primera novela. Va a ser eso.

*Según últimas informaciones, Islero no mató a Manolete, aunque fue de buena ayuda. Un equívoco de los médicos practicándole una transfusión de sangre que no era de su grupo parece que fue lo que llevó a Manolete a la muerte, y con ella, a que Adrian Brody protagonice una película haciendo de él (de Manolete, no de Adrian Brody).

En la foto: castillo de Pau (Francia), que no tiene mucho que ver con Guillotin, pero que queda muy pomposo.

jueves, 2 de agosto de 2007

Voglio fare una cassa fonda

Voglio fare una cassa fonda
da potersi stari in tre:
il mio babbo e la mia mamma,
lo mio amore insiem con me.
Ed in cima di quella cassa
un bel fior si vò piantá:
voi piantarlo nella sera,
la mattina fiorirá.
Y le genti che passeranno
gli diranno: —¡Oh che bel fior!
Egli è il fior de la Rosina
che l' è morta per amor.

(Quiero hacer un ataúd hondo
donde puedan estar tres:
mi padre y mi madre
y mi amor, junto conmigo.
Y encima del ataúd
voy a plantar una flor:
la plantaré por la noche
y por la mañana florecerá.
Y las gentes que pasen
dirán: —¡Oh, qué hermosa flor!
Es la flor de Rosina,
que murió de amor.)

Canto popular toscano, recogido por Rubieri en «Historia de la poesía popular italiana» y de éste por Carlos Mendoza en «La leyenda de las plantas».

Traigo aquí esta canción, que me recuerda el comentario de una paciente de Freud, que decía algo tal que así refiriéndose a ella y su marido:
—Cuando uno de los dos muramos, cambiaré la tapicería del sofá.
(Si Freud viviera ahora y presentara un talk-show en la tele, ahora vendrían unas risas).
En esta canción sucede algo parecido: el que canta quiere hacer un ataúd para su padre, su madre, su novia... y ya no caben más, aunque dice que la quiere junto a él. A no ser que mezcle los huesos de sus padres para convertirlos en un solo cuerpo, las cuentas no salen. A no ser que el que canta quiera a su novia cerca, pero no a su lado: que el ataúd esté cerca de su casa. Es probable que desee eso, ya se preocupa él de plantar una flor sobre el ataúd, vivo, bien vivo.