lunes, 30 de abril de 2007

Los dedos de los pies

Los dedos de los pies hacen, al igual que los dedos de las manos, el número de cinco, o de diez, para ser más exactos. A diferencia de los dedos de las manos, los dedos de los pies no suelen contar ni señalar; sólo en casos contados, cuando su dueño se encuentra tumbado boca arriba en un sofá leyendo una revista y otra persona le pregunta «¿Dónde has dejado las tijeras? —por ejemplo—», entonces los dedos de uno de los pies señalan con desdén el objeto buscado. En otros casos, los dedos de los pies sujetan cigarrillos encendidos y los llevan a la boca de su dueño, pero eso sólo suele darse en las contorsionistas, que algunas veces son orientales vestidas al estilo parisino y otras son francesas vestidas al estilo «chinoise». Es una costumbre extraña lo de ser de un lugar y vestirse como si se fuera de otro que también se encuentra entre prestidigitadores y magos en general.

martes, 24 de abril de 2007

Moscas y mosquitos

Belcebú es un demonio malo pero malo. Por algo es el señor de las moscas. Ahora mismo, en la habitación anda rondando uno de sus sirvientes. Es una mosca gorda modelo kamikaze, que pertenece a la subespecie de las moscas pesadas que cuando estás delante de la pantalla del ordenador tienden a volar cerca de los oídos y a golpearse con ganas contra la cabeza. Te golpea, la espantas, se queda un rato quieta sobre la lámpara y luego vuelta otra vez. Belcebú no sólo señorea a las moscas, también es dueño de los mosquitos. Ya van cuatro en lo que va de semana; cuatro mosquitos con hambre, cuatro habones como cuatro soles. El uno en el dorso de la mano, el otro en el antebrazo, el tercero en el empeine y el cuarto en el cuello. De mañana no pasa, me compro algo contra el picor de las picaduras, contra las picaduras y contra los mosquitos. Belcebú, como tiene mucho séquito en la ribera, no los echará en falta.

sábado, 21 de abril de 2007

Los dedos de la mano


Los dedos de la mano son cinco y cada uno tiene un nombre diferente. Meñique, anular, corazón, índice y pulgar. El pulgar suele ser el dedo que cuenta a los demás y luego se cuenta a sí mismo. En ocasiones el pulgar se cansa de contar y es entonces cuando se ayuda del índice de la otra mano. Entonces, el pulgar de esa mano siente vergüenza del otro dedo pulgar y se suele esconder entre los demás.

En la foto, manera fácil y efectiva de confeccionar moldes de manos de cera para divertir a los invitados en sesiones espiritistas.

El constructor de barcos en miniatura y su sobrino Miguel

Desde que le dieron la jubilación anticipada, Fernando mataba el tiempo construyendo pequeños barcos a escala. Recortaba cada una de las piezas de madera con una sierra de marquetería, luego las montaba con mimo y, una a una, las encolaba ayudándose de un pincel de cuatro pelos. Después las pintaba, les hacía pequeñas perforaciones y las decoraba con diminutas taraceas. Todo era pequeño, las velas más grandes eran del tamaño de un sello y para fabricar los palos se servía de palillos chinos, que tallaba y tallaba hasta dejarlos finos y acerados como agujas. Cuando lo tenía todo montado, plegaba el palo de trinquete, el palo mayor y el palo de mesana e introducía la nave por la estrecha boca de una botella de muestra que en su momento se usó para contener coñac. Antes había atado largos cabellos a la punta de cada uno de los tres palos, y de ellos se servía para tirar cuidadosamente hasta que el barco se desplegaba en el interior. Y con el despiegue de los palos, el despliegue de las velas, que caían lentamente y con mucha gracia. Ese momento, el del izado y despliegue, no se lo perdía Miguel, que se quedaba mirando fijo fijo sin pestañear. Lo había visto muchas veces, pero siempre le parecía algo mágico. Miguel, su sobrino, era al que muchas veces mandaba a la peluquería del barrio a robar pelos. Como no todos los pelos servían, Miguel se especializó en hacerse con los mejores, así que entraba gateando en la peluquería, esperaba paciente a que la peluquera acabara su trabajo y rápidamente agarraba unos cuantos mechones, antes de que la ayudante de la peluquera los barriera y los metiera con el recogedor en el cubo de la basura. No era tarea fácil, pero aquello de esconderse con el temor de que lo descubrieran era algo que en el fondo gustaba mucho a Miguel. Se metía los cabellos en los bolsillos del pantalón y salía corriendo hasta llegar al portal de Fernando. «Tío, que traigo los pelos». Fernando le abría la puerta y Miguel se iba sacando los mechones de pelo y los iba dejando sobre el hule de la mesa. «A ver cuántos me has traído hoy» «Mira, estos pelos son bien largos», «Ah, pues estos son bien buenos», «bien buenos tienen que ser, que son de la señora Luisa, que dice que no se cortaba la melena desde que murió su marido y de eso hace ya lo menos 20 años», «Si largos tienen que ser, pero no son más buenos por largos sino por fuertes». Fernando, de tanto observar cabellos con la lente de aumento se convirtió en un especialista del cabello: «Estos pelos no valen, que son de muerta» y Miguel le contestaba: «Que no son de muerta, que son de un postizo que le han puesto a la hija de la señora Mercedes, que llevaba el pelo más bien corto y como dicen que han tenido prisa para casarla no ha tenido tiempo de que le crezca y dicen que una novia con pelo corto no es buena novia y se luce menos. Son los pelos de un postizo de pelo natural que dice la peluquera que se lo traen de la India», «Pues de india muerta será —le espetaba su tío —que estos pelos están más secos que secos» y Fernando comprobaba la elasticidad de cada uno de los pelos estirando de sus puntas con dos pinzas minúsculas «¿Ves? se parten con sólo tirar un poco, estos pelos son de muerta». Un día, Miguel recogió unos preciosos cabellos de Maribel, la hija de la «santa», que tenía una melena roja y ondulada que le llegaba hasta la cintura. No le hizo falta entrar en la peluquería para hacerse con ellos. Ese día Maribel estaba en la plaza con otras amigas y una de ellas le desenredaba el pelo con un cepillo de esos que hacen «cra-cra» cuando se pasan por el cabello. La amiga de tanto en tanto arrancaba bolas de cabello de las púas del cepillo y las dejaba sobre uno de los peldaños de la escalera. Fue fácil robarlos para Miguel. «Mira, tío, hoy te los traigo pelirrojos y bien largos». Fernando los tomó entre los dedos, los observó con la lente de aumento y le dijo a su sobrino «Otra vez que me trae pelos de muerta, cómo me traes estos pelos si sabes que no me sirven, que se rompen con sólo mirarlos», «Que no son de muerta —le respondió Miguel— que son de la niña Maribel, que la están abajo en la plaza peinando», y casi antes de acabar la frase oyeron un frenazo de coche, un golpe como a un saco lleno de paja y muchos gritos y lamentos. Sacaron la cabeza por la ventana y vieron mucha gente que se movía de un lado a otro y corrían pidiendo una ambulancia. «Pues ¿ves? ahora sí que ya no sirven» y Miguel asintió y sintió mucha pena por Maribel, que era una niña bien guapa y de pronto notó que igual le gustaba un poco y no se había dado cuenta hasta ese momento.

viernes, 20 de abril de 2007

José Jaime, un zombi adolescente

José Jaime era un zombi adolescente. Venía de una familia con larga tradición zombi. Su padre y su madre eran zombis, sus abuelos por vía paterna y por vía materna eran zombis, sus bisabuelos, sus tatarabuelos y no se sabe cuántos antepasados más eran zombis. También lo eran sus hermanos, sus primos segundos y primos hermanos, e incluso sus vecinos eran zombis. El problema estaba en que José Jaime no se creía zombi. Su padre, que era un zombi de categoría y bien recto le decía «José Jaime, tú eres zombi como toda tu familia, así que no se hable más», y no se hablaba más, pero José Jaime seguía empeñado en que de zombi no tenía nada. Que nadie se engañe, José Jaime era adolescente y tenía la costumbre de contradecir a su padre: «pero papa… (que lo decía así, sin acento en la segunda “a”, no por idiosincrasia zombi sino porque tenía esa forma de hablar) que yo no soy zombi», y de ahí no salía. José Jaime, por la cosa de la edad y las hormonas, tenía la cara llena de granos, pero casi no se le notaban sobre ese mal cutis que lucía: piel escamada y verdosa, jirones de carne colgando, mohos de varios colores y una colonia de hongos sobre la frente; con ese panorama cutáneo lo de los granos era lo de menos. A José Jaime le gustaba salir a la calle bien de mañana, bien temprano, con la fresca, a diferencia de su familia, que eran más bien nocturnos. Eso creaba unos problemas increíbles en el barrio, pues el chaval entraba a comprar un bollo o un suizo a la panadería y la gente salía gritando y haciendo aspavientos con las manos. Pasaba lo mismo cuando entraba en la tienda de las revistas o cuando iba al estanco a por sellos. José Jaime, que no se sentía zombi, no entendía por qué daba tanto susto a la gente, levantaba los hombros con las manos abiertas y se decía «es que no me comprenden». No olvidemos que José Jaime era, además de zombi, un adolescente como cualquier otro.

jueves, 19 de abril de 2007

El hombre obediente y el mentalista

Deja la mente en blanco, le dijo el mentalista, y él, que era muy obediente, la dejó totalmente en blanco. Luego, acabada la función, el mentalista intentó que volviera en sí, que despertara, pero no hubo manera. Si se deja la mente en blanco se deja la mente en blanco. El público comenzó a impacientarse, luego se cansaron y uno a uno fueron abandonando la sala. El mentalista preguntó si el hombre obediente había venido acompañado pero allí no respondía nadie. Así que optó por llevárselo a casa cargado sobre la camilla del número anterior. Ya en casa probó diferentes maneras de despertarlo, le gritó, le metió las manos en un cubo de agua fría, le sopló en las narices, le hizo cosquillas... pero el hombre obediente no despertaba. Así pasaron ocho años, tres meses y dos días. El hombre obediente seguía con la mente en blanco, el mentalista le traía sopas templadas, caldos calientes y cremas tibias y el hombre obediente las comía sin rechistar. Un día, pasados los ocho años, los tres meses y los dos días, el hombre obediente abrió los ojos, miró al mentalista y le dijo «qué relajado estoy», y acto seguido se murió.

miércoles, 18 de abril de 2007

Tormenta


Miren qué tormenta. Vaya, así de pronto no parece una tormenta pero si se fijan, a la izquierda, está cayendo una buena tromba de agua sobre el Moncayo. Hoy no se ve (el Moncayo), en parte por las nubes y en parte porque lleva unos días que no sale. Cuando se deja ver da gusto verlo. A ver si mañana sale y les pongo la foto. Ha caído la tormenta y en pocos minutos se ha puesto el cielo rojo, y luego violeta, y luego con tonos naranjas. Las tormentas me sientan mal tirando a peor, así que me he tomado una pastilla de ibuprofeno, se ha ido el dolor de cabeza y luego la tormenta. Razón para celebrarlo con una Shandy Cruzcampo, que es como gaseosa alimonada con un chorretón de cerveza. Está buena.
Antes era más de Couldina, pero desde que descubrí el ibuprofeno por cosa de una cefalea tensional ya como que me quedo con lo último.

Bienvenidos a Cambio radical

Miren, no estoy muy convencido con el asunto del diseño de este blog, pero por ahora así se va a quedar. Un pelín vaquero lo veo.