viernes, 28 de diciembre de 2007

La playa


Era una noche muy hermosa. P. me agarró de la mano y me hizo bajar a trompicones hasta la orilla de la playa. Era una noche muy hermosa y el cielo tenía un azul profundo, oscuro intenso y brillante y las estrellas brillaban a la distancia de un palmo de mis ojos. Brillaban mucho y giraban unas con otras, unas tras otras, formando remolinos de luces, como fuegos, y todas convergían en el centro de mi cabeza. ¿He dicho algo del azul de cielo? era un azul profundo, intenso, y me recordó el azul intenso de los papeles metálicos de regalo, esos que por un lado son de color plata, como espejos blandos, y por el otro de un azul intenso, con plata, profundos; intensos y profundos. Y las estrellas eran de muchos colores: blanco que tornaba a amarillo, amarillo a rojo, del rojo al naranja, del naranja al amarillo, vuelta al blanco, y giraban y giraban sin parar formando remolinos y todas convergían en mi cabeza. Recuerdo mis pies desnudos sobre la arena, recuerdo que podía contar los granos que había bajo las plantas de mis pies desnudos. Recuerdo que eran muchos y de muchos colores. Recuerdo una enorme escala cromática de colores de arena, y también negros humo, negros azulados, negros mates y negros brillantes, y blancos lechosos, diminutos granos de arena blancos y secos con líneas de color ocre, líneas amarillas y verdosas. Y las estrellas girando en remolinos de luces brillantes. También recuerdo bajo mis pies granos de arena de color azul mineral, granos transparentes como la sal, granos grises como el humo y granos negros como el humo. Recuerdo que la temperatura era perfecta y que pensé que el viento tenía la misma temperatura que el interior de mi cuerpo, la misma temperatura que mi sangre. Y mi sangre bullía en mi interior y el viento bullía sobre mi piel. Recuerdo la dureza bajo mi dedo gordo del pie derecho y cómo frotaba mi pie la arena adelante y atrás y cómo mi dureza se limaba, se afinaba y una corriente fresca subía por mi pierna y me decía desde el dedo «gracias por hacer lo que haces para que me lime y desaparezca». Recuerdo los granos de arena húmedos que se colaban entre mis dedos. Recuerdo los granos de arena fríos y húmedos entre mis dedos y mis uñas. Y el cielo, que tenía un azul profundo, intenso y brillante. P. se quitó la ropa y corrió hasta zambullirse en el mar. Y recuerdo que las olas chocaban contra su cuerpo, con su cuerpo, en su cuerpo, sobre su cuerpo: primero contra sus muslos, contra su vientre, contra su pecho, contra su cuello, después las olas chocaban unas con otras y se fundían efervescentes. Y las estrellas brillaban haciendo remolinos cada vez más grandes, cada vez más intensos, como espirales de fuego. Pasó un perro corriendo frente a mí. Recuerdo el olor de su saliva caliente, el olor de su lomo mojado y el olor de sus patas traseras impulsándose contra la arena. Recuerdo el sonido de la arena cayendo sobre la arena. Recuerdo que su pelo era de un intenso color arena, de muchos colores, y recuerdo el olor profundo de los pliegues de su cuello. P. me gritó entre las olas y recuerdo que la saludé con la mano. Vi a través de mis dedos abiertos el cielo profundo, intenso, y las estrellas formando remolinos. Vi muchas manos mías moviéndose de un lado a otro ante mis ojos como en un zootropo y de pronto las estrellas dejaron de girar y se acercaron aún más hasta el centro de mi frente. Bajé mi mano y las estrellas volvieron a girar y perseguirse. P. gritaba y reía a su vuelta; volvió corriendo de una manera que me resultó graciosa, con los muslos pegados y arrastrando los pies hacia los lados, levantando dos caminos de montones de arena. Recuerdo que pensé en las huellas de las tortugas laúd cuando desovan en la playa. Recuerdo sus brazos cruzados sobre el pecho y sus pezones abultados y delicadamente arrugados y pensé que estaba así muy hermosa. Recuerdo cada uno de los capilares de su piel levantados, sus cabellos mojados y sus labios hinchados por la sal. Recuerdo que pensé que qué hermosa era, que qué hermosa estaba así, tiritando, castañeteando los dientes, golpeando una mandíbula contra otra, y pensé que era una mujer creada para estar desnuda, pues estaba, así, vestida de belleza, más vestida que cuando iba vestida por la calle. Recuerdo que olía a sal, a mar, a algas y al pelo del lomo del perro que corría ante mis ojos unos minutos antes. Recuerdo que el agua del mar resbalaba por su piel y formaba masas de arena mojada entre sus pies. Recuerdo que eran como piedras redondas. Recuerdo que caían las gotas de agua blanda y densa sobre esas masas oscuras y recuerdo cómo se creaban nuevas formas, agujeros y montículos, piedras oscuras y blandas de arena con agujeros profundos. Hace varios años los médicos me diagnosticaron que algo no iba del todo bien entre el interior de mi cabeza y el exterior de mi cabeza y me recetaron Haloperidol. Ayer bajé a la playa y la noche era hermosa pero sólo hermosa, como un jarrón chino hermoso, como una tela adamascada hermosa; pero no era la playa que ahora les estoy contando. Hace años que las playas ya no son así.

lunes, 17 de diciembre de 2007

Sobre el arte de invocar a los ángeles


Dicen los cabalísticos que el arte de invocar a los ángeles no es del todo recomendable, pues al llamarlos y someterlos a tu presencia en el plano terrenal quién se aparece no es el ángel blanco sino su doble negro, su sombra, su extensión negativa. Valga que lo que se presenta, si fuera un árbol, sería más bien la extensión de sus raíces en lugar del tronco con sus ramas, sus hojas, sus flores y sus frutos. Sólo una vez invoqué a un ángel, y resultó ser más bien pequeño si no canijo, renegrido, farfullador, metiche, sucio y grosero, canso hasta la extenuación, bravucón en las maneras y pusilánime en los hechos. En poco más de dos días me cambió de lugar los muebles del salón, con poca gracia o más bien ninguna; me robó el pasaporte e intentó venderlo por teléfono llamando a más de veinte sitios; se puso buena parte de mi ropa, mandó coser dobladillo en los bajos y acortar cinco pares de pantalones que ahora resultan inservibles o ridículos si me los intento poner; mató quince de mis treinta gallinas más el gallo; me llenó de letras raras una de las paredes del dormitorio que aún, tras dos capas de pintura acrílica mate y una tercera satinada, se resisten a desaparecer; molestó a los vecinos una noche sí y otra también dejando caer de madrugada todas las monedas que llevaba en el bolsillo y corriendo arriba y abajo por las escaleras; se bebió y comió todo lo que había en la nevera, más buena parte de la despensa; rompió dos cristales de ventana, la mesa de cristal del comedor y un jarrón pequeño marrón al que tenía en gran estima no por su valor sentimental sino por su valor económico. También secó con su orín dos plantas de interior: una, la palmera que tenía bien crecida, y dos, otra más bien pequeña, de la familia de las siemprevivas, que agonizó tras su marcha durante una semana hasta dejarse morir por puro agotamiento. Cambió los cuadros de sitio, donde estaba el grande puso el pequeño y donde estaba el pequeño puso el grande, sin orden ni concierto, sin buena o mala intención, por el simple hecho de cambiarlos de sitio. Inutilizó dos sartenes quemando azúcar y el fondo de un puchero, que estaba nuevo, rayando el teflón con un tenedor metálico; rompió el frasco del arroz; donde estaba el azúcar puso la sal y el azúcar, aún no sé dónde metió el azúcar. Rompió y deshilachó los bajos del sofá, como si por él hubieran pasado mil perros; arañó los muebles de madera; hizo un agujero en un muro maestro por el que puedo pasar la cabeza; cubrió una puerta entera con estampas de santos sujetadas con chinchetas; lavó al gato; quemó ocho pares de cortinas, rompió la manecilla de otra puerta, marcó con bolígrafo líneas enteras de más de treinta libros y muchas de ellas añadiendo flechas, círculos y frases con exclamaciones; inutilizó tres llaves, siete cucharas y dos despertadores (el uno ahora va hacia atrás, el otro pasa de las siete a las ocho y media y de las ocho y media a las doce); contestó al teléfono cuando estaba en casa diciendo que no estaba en casa e imitó mi voz cuando me encontraba fuera de ella respondiendo cosas personales o íntimas o inventadas para hacerme quedar mal frente al interlocutor del otro lado del teléfono. Arañó los muebles de la cocina, salpicó de pintura para exteriores la colcha y las mantas de la cama. Rompió dos copas. Decoloró con lejía una alfombra que, aunque antigua, lucía bien conservada. Inutilizó la batidora y su vaso medidor mezclador. Se suscribió a tres catálogos de venta por correo. Firmó con mi nombre tres seguros de vida. Me hizo la broma del sobre con las sábanas siete de cada diez de los días que estuvo viviendo aquí (y siempre, hasta el último día, le hacía la misma gracia cada vez que veía que caía de nuevo en su juego). Entabló amistad con una pareja de testigos de Jehová, el uno sordo, la otra coja, que ahora vienen preguntando por él cada quince días y se van pensando que les miento cuando les digo que ya no vive aquí. Llenó de cal la lavadora. Dio mi número de teléfono a media ciudad para que preguntaran por él (y lo hacen sin parar); rayó la superficie de la bañera; rompió el asiento del sillón a puro de tirarse en plancha una y otra vez sobre él. Perforó dos tuberías y obturó la general con papeles de periódico y revistas. Luego se fue y me dejó muy solo.