Hoy por la tarde ha vuelto a llamar. Descuelgo y me dice:
—No podemos continuar así.
Yo le digo que bien, que está bien, que vale. Ella me repite:
—No podemos continuar así.
Yo le digo que bien, que lo que ella diga, que me parece todo bien.
Ella me dice que será mejor que lo dejemos. Yo le respondo que está bien. Que lo que ella considere oportuno.
——No podemos continuar así, no, no. Dejémoslo y ya está.
Yo le digo que bien. Al otro lado del teléfono ella llora. Deja caer el auricular. Oigo unos pasos decalzos que se alejan y el ruido de los coches. A lo lejos oigo que grita: «¡Misi, baja de ahí!». Es una orden, con ese tono que solo se usa cuando se habla a los gatos. Al rato vuelve.
—Me preparé un té —dice. Yo le digo que bien.
—Debo dejar de tomar té, porque me pone más nerviosa. —Yo asiento.
—Me siento tan vacía ahora. Hueca. Hueca como todo eso que está hueco por dentro —dice mientras se suena la nariz—. Estoy tan hueca que ya se me fueron hasta las palabras.
Silencio. Un largo silencio.
—Es té verde —me dice. Yo le digo que bien.
Otro rato largo de silencio.
—Estoy hueca —me dice—. Y siento unos calambres aquí en el estómago. Aquí, en la boca del estómago, que no me dejan respirar. Hueca y tristísima.
Yo escucho, callado, mientras miro la unión del papel pintado de la pared.
—Debo colgar —me dice. Cuelga. Yo cuelgo también y me siento raro. Ha llamado más de veinte veces en lo que va de semana, no la conozco de nada pero no sé de qué manera hacerle entender que se ha equivocado de número. Voy al servicio. Orino. Tiro de la cadena y vuelve a sonar el teléfono. Descuelgo.
—¿Estás ahí?
—Sí, aquí estoy.
No sé cómo decirle que se ha equivocado de número y me preocupo pensando que cuando deje de llamar la voy a echar de menos.
—¿En qué piensas?
—En nada, en nada.
—No podemos continuar así.
Yo le digo que bien, que lo que ella diga.
La foto es de Lewis Wickes Hine. Thompson Street, Nueva York, 1912. Es la casa de una familia que trabajaba haciendo flores artificiales. En la puerta, una mujer asoma la cabeza y su hijo sale movido como las sábanas del segundo piso.
viernes, 29 de agosto de 2008
La casa habitada
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Criaturas del señor
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12 comentarios:
Desto, ¿sería usted tan amable de pasarme su número de teléfono? Gracias.
Bien, está bien, vale. A lo mejor la mujer no se equivocaba de número sino que te llamaba propósito, a lo mejor se sentía sola, si vivía solo con un gato... A lo mejor aspiraba a que usted le dijera que se había equivocado de número para enredar una nueva relación en la que sobrase ese "esto no puede serguir así"
Durante un tiempo (años) me estuvo llamando la amante de un guardia civil que por lo visto estaba destinado en Algorta.
Intenté explicarle que yo no era la telefonista del puesto, pero fue imposible, no me creía, suponía que siendo compañera filtraba sus llamadas para zafar al tipo.
Pasaba de contarme todas las cosas que le había regalado (cadenas, relojes, carteras de marca) a cabrearse e insultarle, a contarme sus relaciones sexuales con todo tipo de detalles.
Un día dejó de llamar. Hace de esto tres o cuatro años.
Quiero suponer que ha encontrado otro novio...
Es una cosa la mar de inquietante.
Beso.
M.
En las fotos antiguas sólo salen nítidos los niños aburridos, tristes o excesivamente calmos. A los demás era imposible tenerlos quietos todo el rato que necesitaba la cámara.
Qué cosas, dedicarse a la fabricación de flores artificiales... Me recuerdan a la familia de aquí de Zaragoza que pintaba los Conguitos... (Qué difícil debe de ser, en esos casos, rellenar en un impreso el renglón "Profesión del padre".)
Oigan, qué cosas más buenas que cuentan todas ustedes.
Oiga, Inde, ¿no sería la familia que pintaba los lacasitos? lo digo porque los conguitos iban bañados en chocolate y los lacasitos sí que tenían colores, además de la marca impresa.
Mi madre hacía flores de tela y recuerdo que era una cosa bien laboriosa. Así que en casa había un infernillo de alcohol, unos punzones de metal con mango de madera y cabeza redonda de diferente grosor para formar la cruvatura de los pétalos, otros con forma de cuña para hacer los nervios de las hojas, alambre, papel de de seda verde con el que se envolvía el tallo, tela de raso, tintes y unos estambres artificiales que, si mal no recuerdo, vendían en «La Parisién» (vaya, buena parte de mis recuerdos infantiles son comprando en «La Parisién», así me he quedao, con cara de mercería). Les aseguro que si ahora mismo me pasan todo ese material más unas tijeras y un saquito de tela relleno de serrín que me sirva como apoyo, les hago un conjunto floral primoroso. Madre de dios la de flores que me tocó hacer de pequeño. Claro, así me pasa, que ahora veo una flor de tela y me da repelús.
Pues mi señora también se dedicaba en la niñez al arte de la jardinería de pega, pero a lo grande; fabricando árboles. Organizó una especie de cadena de fabricación y creo que terminó cuando se taladró una mano... Pero ya le animaré a que ella misma lo explique.
Que a mí me regalen una planta equivale a asesinarla. Bueno, peor, porque le espera una lenta agonía. ¿Cuánto me cobraría su señora de usted, David, por cuatro macetas monas pa poner en el balcón?
Lo siento Helter, pero mi señora se retiró después de taladrarse la mano y ha abandonado todo tipo de trabajo manual, con excepción de las horas de automanicura con que se entretiene. Mejór envíe usted a Harry a la Parisién y su ventana será la envidia de la vecindad.
Oiga Harry, y usted a las señoras, ¿les dice siempre a todo que sí, que lo que ellas quieran o es un caso aislado?
Trikki, a mi señora le digo a todo que sí, qué duda cabe. A las demás señoras no les digo a todo que sí, porque eso me traería problemas con mi señora propia. No sabe usted las cosas que pueden llegar a pedir.
Quién se siente màs sòlo, la que llama o el que coge el teléfono?
Yo voto por el que lo coge.
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