Deja la mente en blanco, le dijo el mentalista, y él, que era muy obediente, la dejó totalmente en blanco. Luego, acabada la función, el mentalista intentó que volviera en sí, que despertara, pero no hubo manera. Si se deja la mente en blanco se deja la mente en blanco. El público comenzó a impacientarse, luego se cansaron y uno a uno fueron abandonando la sala. El mentalista preguntó si el hombre obediente había venido acompañado pero allí no respondía nadie. Así que optó por llevárselo a casa cargado sobre la camilla del número anterior. Ya en casa probó diferentes maneras de despertarlo, le gritó, le metió las manos en un cubo de agua fría, le sopló en las narices, le hizo cosquillas... pero el hombre obediente no despertaba. Así pasaron ocho años, tres meses y dos días. El hombre obediente seguía con la mente en blanco, el mentalista le traía sopas templadas, caldos calientes y cremas tibias y el hombre obediente las comía sin rechistar. Un día, pasados los ocho años, los tres meses y los dos días, el hombre obediente abrió los ojos, miró al mentalista y le dijo «qué relajado estoy», y acto seguido se murió.
jueves, 19 de abril de 2007
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