José Jaime era un zombi adolescente. Venía de una familia con larga tradición zombi. Su padre y su madre eran zombis, sus abuelos por vía paterna y por vía materna eran zombis, sus bisabuelos, sus tatarabuelos y no se sabe cuántos antepasados más eran zombis. También lo eran sus hermanos, sus primos segundos y primos hermanos, e incluso sus vecinos eran zombis. El problema estaba en que José Jaime no se creía zombi. Su padre, que era un zombi de categoría y bien recto le decía «José Jaime, tú eres zombi como toda tu familia, así que no se hable más», y no se hablaba más, pero José Jaime seguía empeñado en que de zombi no tenía nada. Que nadie se engañe, José Jaime era adolescente y tenía la costumbre de contradecir a su padre: «pero papa… (que lo decía así, sin acento en la segunda “a”, no por idiosincrasia zombi sino porque tenía esa forma de hablar) que yo no soy zombi», y de ahí no salía. José Jaime, por la cosa de la edad y las hormonas, tenía la cara llena de granos, pero casi no se le notaban sobre ese mal cutis que lucía: piel escamada y verdosa, jirones de carne colgando, mohos de varios colores y una colonia de hongos sobre la frente; con ese panorama cutáneo lo de los granos era lo de menos. A José Jaime le gustaba salir a la calle bien de mañana, bien temprano, con la fresca, a diferencia de su familia, que eran más bien nocturnos. Eso creaba unos problemas increíbles en el barrio, pues el chaval entraba a comprar un bollo o un suizo a la panadería y la gente salía gritando y haciendo aspavientos con las manos. Pasaba lo mismo cuando entraba en la tienda de las revistas o cuando iba al estanco a por sellos. José Jaime, que no se sentía zombi, no entendía por qué daba tanto susto a la gente, levantaba los hombros con las manos abiertas y se decía «es que no me comprenden». No olvidemos que José Jaime era, además de zombi, un adolescente como cualquier otro.
viernes, 20 de abril de 2007
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