Supongamos, por ejemplo, que a un incomparable autor de vitrales se le pidiera diseñar siete ventanas de iglesia que representaran simbólicamente los periodos del día y de la noche en relación con siete grandes estados del hombre. Concebiría la primera ventana en blanco, con leves matices de oro pálido y rosa, para expresar la joven austeridad del alba, sus pasiones puras y sus colores inocentes. Llenaría el segundo panel con dorado, oscurecido —o más bien, enriquecido— hacia los bordes con tonalidades de pardo, para expresar la masculinidad de las cosas, el triunfo e incluso la insolencia del sol. El tercero sería de un azul denso, ese azul del mediodía, que en la densidad casi tropical del verano adquiere cierta semejanza con la oscuridad de la media noche. El cuarto sería de un morado pálido vespertino, un morado teñido de plata que sugiere más acabadamente que ninguna otra cosa terrena el concepto de resignación y orden; un acabar sin verdadero término de las cosas. El quinto sería el ventanal del crepúsculo, salpicado de fuego con carmín y oro, flamígero, con los colores de la guerra de los cielos en ese momento en que el sol semeja hundirse en la nada. El sexto sería de verde y plata, y tipificaría el triste y universal perdón que permanece en el cielo después de la caída del sol. El séptimo, siguiendo la recta concepción de un buen diseño, sería enteramente negro y melancólico; un emigrar de nubes oscuras, en afirmación poderosa de la divinidad de las sombras. Parecería un fin elegante y artístico. Sin embargo, sería necesario decir una cosa condenatoria y decisiva. El último vitral, con su cúpula de absoluta oscuridad, no sería un buen vitral en absoluto. Porque tras todos los diseños para determinados vitrales subsiste siempre la idea eterna y esencial de lo que es una ventana, y esta idea esencial es la de algo que permite la entrada de la luz. Una ventana oscura no puede ser buena, aunque constituya un excelente cuadro. Tendríamos que sacrificar el carácter interiormente artístico del séptimo diseño al hecho de que al considerarlo en forma externa, al tomarlo en relación con el objetivo particular de la obra en cuestión, sería no artístico.
G. K. Chesterton, del ensayo «El significado del teatro» (1902), en Los libros y la locura, y otros ensayos, El buey mudo, Madrid, 2010, pp. 40-41.
Un año después de que Chesterton escribiera el ensayo sobre el significado del teatro y los vitrales de colores, nació Mark Rothko, que demostró que se pueden crear oscuros luminosos, profundamente espirituales y vibrantes. Pero es que Rothko era inmenso.
miércoles, 15 de diciembre de 2010
Black on black
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1 comentario:
Y Duchamp realizó su "Fresh Widow", una ventana francesa a la que cambió los cristales por paneles forrados de cuero a los que había que dar betún y lustrar, como si fueran zapatos, todos los días.
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