Éramos cinco, señor. Una granada acababa de arrancarle la pierna al pequeño William, señor, a la altura de la ingle. Gritaba como un condenado y temimos que el enemigo nos descubriera guiado por sus alaridos. Ambler le inmovilizó la cabeza contra el suelo y yo le disparé en la sien. El pequeño William dejó de gritar, al instante. Al disparar vino a mi cabeza la imagen de mi padre cuando le tocó sacrificar el caballo del doctor Ashbery. Se había fracturado una pata y mi padre me dijo que no había otra manera de aliviar su sufrimiento. Colocó el cañón de la pistola sobre su frente y disparó. Su cuerpo cayó como un saco de grano. Acto seguido introduje mi dedo índice en el orificio que había dejado la bala y sentí su pulso latiendo en mi mano, señor, hasta que paró. Luego me llamaron para comer y vi desde la ventana cómo se alejaba el cuerpo del caballo tirado por un carro. Un caballo muerto tirado por dos bueyes vivos. El cuerpo del caballo dejó un surco sobre el suelo como el arado cuando remueve la tierra para plantar la semilla de maíz. En el comedor, sobre la mesa, había un hermoso pedazo de carne de ternera asada rodeada de dorada polenta. Mi madre me sirvió un trozo de carne con el trinchante y una buena ración de polenta. Recuerdo el sabor de las gachas mezclada con el jugo de la carne en mi boca. Recuerdo perfectamente, detalladamente, el sabor y su textura. Ambler inmovilizó la cabeza del pequeño William, que no paraba de gritar, coloqué el cañón de la pistola sobre su sien y disparé. El pequeño William dejó de gritar, al instante. Luego ordené a los soldados que avanzaran. Yo me quedé rezagado mirando el cuerpo del pequeño William y luego me incorporé, alcé mi brazo empuñando la pistola y disparé a la cabeza de cada uno de los soldados. Fueron cayendo conforme disparaba. Primero el soldado Barrie, luego el soldado Ambler y, por último, el soldado Hoyle. Enloquecí, señor. Luego corrí hacia el bosque y estuve no sé cuánto tiempo escondido entre la maleza. Creí morir. Días después desperté sobre una cama. Una hermosa muchacha y su padre me limpiaban las heridas y secaban el sudor de mi frente. Era un día muy luminoso y las sábanas de algodón resplandecían. Más tarde, entró la mujer con una bandeja de carne guisada y polenta. Comí como si fuera la primera vez. Luego vino usted, señor.
jueves, 20 de agosto de 2009
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7 comentarios:
Oiga, Sonfór, que este relato bélico me recuerda los de Boris Vian, sobre todo uno que pisó una mina y trasladaba al lector sus impresiones antes del boum final. Muy bueno y muy fino, sí señor. De todos modos, qué puede esperar uno en medio de la guerra.
Ojo, Nianankoro, que si servidor fuera orgulloso de ser rural como usted hubiera puesto «farinetas» en lugar de «polenta». Pero es que me sonaba raro poner «farinetas». Nada, me chafaba el relato. Es un localismo bonito, pero me chafaba el relato. Me alegra mucho que le haya gustado.
A mí también me ha gustado, Harry. Mucho, muchísimo.
Y la palabra "polenta" me ha hecho ubicar el relato en el norte de Italia, en la segunda guerra mundial; y la granja del caballo y del muchacho, en las hermosas faldas de los Alpes. Allí, en lugar de "granja" la llamarían "malga". Y sería preciosa.
Pues qué alegría, Inde, que le haya gustado. Al final me lo creeré y me pondré tontín. Ole ole.
¿¿Se comió a los soldados William, Barrie, Ambler y Hoyle??, ¿o no debería haber pensado eso?
Que conste que a mí sí me gustó el relato, pero no le voy a decir que me gustó para que no se ponga tontín, aunque ha de constar que me gustó.
Pues cómo voy a saber si se los comió o no se los comió si no estaba allí, Yahuan.
Pa otra vez siño Sonfór situe el relato bélico en el frente del Ebro y así podra usar farinetas con ternasco con tol rigor del mundo.
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